Nick Hornby ha logrado coronarse como uno de los mejores escritores ingleses actuales. La adaptación por parte de Stephen Frears de Alta fidelidad (2000) le dio una visibilidad de la que había carecido hasta entonces, aunque su primera novela Fiebre en las gradas ya había dado pie a una versión cinematográfica británica –Fuera de juego (1997), con Colin Firth de protagonista– y más tarde conocería un remake norteamericano (Amor en juego, 2005) dirigido por los hermanos Farrelly.
Hornby también ha visto cómo Érase una vez un padre (también conocida en nuestro país como Un gran chico) era adaptada al cine por Chris y Paul Weitz en 2002, bajo el título de Un niño grande. No sería hasta unos años después que el novelista se implicara en el séptimo arte más allá de la traslación de sus propias obras, algo que sucedió con An education (Lone Scherfig, 2009), por la que resultaría nominado al Óscar al mejor guión original. Y es que talento no le falta.
No podemos negar que haya faltado entusiasmo a los intentos de transportar al celuloide el universo de este literato. La jugada comercial ha funcionado en lo que a recaudaciones se refiere: no en vano siguen llegando nuevas adaptaciones, como la que aquí nos ocupa. Sin embargo, el estilo de Hornby –donde cada frase tiene enjundia, donde cada aportación a lo narrado despierta una pléyade de sensaciones y poco relleno podemos hallar entre sus páginas– pone el listón muy alto. Aunque está claro que sus historias son peculiares y conforma películas llamativas, en pocos casos como en el suyo es cierto de forma tan flagrante aquello de “me gustó más el libro”.
En ese sentido, Mejor otro día vuelve a defraudar. No es que la película no sepa captar la esencia de En picado, la novela en que se basa, pero falta una mayor profundización en este peculiar club de suicidas que una Nochevieja cualquiera coinciden en la azotea de un rascacielos de Londres y deciden posponer sus nefastos planes hasta San Valentín, a la espera de poderle encontrar algún sentido a sus respectivas existencias o de confirmar la imperiosa necesidad de acabar con sus vidas.
Los actores cumplen sobradamente con lo esperado –aunque de nuevo Aaron Paul (más por las características de su personaje que por sí mismo) vuelve a perder algunos de los enteros ganados con Breaking Bad, como ya sucediera en la muy reciente Need for speed– destacando una Imogen Poots que está siendo todo un descubrimiento últimamente. La realización correcta de Pascal Chaumeil no molesta ni empalaga, más o menos en la onda de sus ya conocidas Los seductores o Llévame a la luna.
En difícil equilibrio entre el drama, el humor y la amargura –algo que Hornby siempre borda en sus escritos–, lo cierto es que el film pasa con ligereza pero también sin pena ni gloria, caminando por lugares comunes y limitándose a ilustrar un argumento que no necesitaba tantos toques bienintencionados, sino una mayor mordiente y una intensidad dramática que calaran realmente en el espectador. Destaquemos, eso sí, una banda sonora y unas canciones que acompañan muy acertadamente las desesperadas vivencias de los protagonistas.