Partamos de la premisa de que el público perfecto para esta película son las hordas de adolescentes que aprovechando las vacaciones escolares encuentran durante estos meses un momento ideal para acercarse por las refrigeradas salas cinematográficas e ir educando sus retinas para ser el día de mañana espectadores como está mandado. Aunque claro, cuando se topan en la cartelera con productos como Alex Rider: Operación Stormbreaker lo más probable es que dichos adolescentes en un futuro se entreguen sin rubor al cine comercial más vergonzoso o quizá, como reacción opuesta, salgan espantados de la sala para no volver nunca más.
Estamos ante la adaptación de la primera novela que Anthony Horowitz (también encargado del guión) ha dedicado a un joven agente secreto que de la noche a la mañana descubre que su tío no tenía el aburrido empleo que él creía, sino que era un espía que ha muerto durante una arriesgada misión. Será entonces tarea de Alex Rider concluir el encargo de su tío, siguiendo las órdenes del servicio secreto británico, e impedir que el villano de turno conquiste el mundo, asesine a miles de jovencitos o ahogue a unos gatitos dentro de un saco, que para el caso tanto da.
Se ha querido seguir la estela de la saga de James Bond, y en general se transitan sus mismos trillados caminos, con todos sus mismos tópicos y defectos. Así, no faltan los artilugios de última tecnología que salvarán la vida al protagonista cuando esté con el agua al cuello (y de paso se hace publicidad a Nokia o a Nintendo), ni las confusas y ridículas persecuciones a toda velocidad a bordo de vehículos diversos (cuando la narración se ralentiza al menos se disimula un poco lo mala que es la película), ni los histriónicos ayudantes que asisten al patético malvado interpretado por Mickey Rourke. Y si de patetismo hablamos, ni hablemos del auténtico motivo que esconde el villano para vengarse de la humanidad, porque no tiene desperdicio.
No se vayan todavía, que aún hay más: el guión es tan pueril y previsible que deja que el espectador adivine qué va a pasar o qué frases van a salir de boca de los personajes con varios segundos de antelación, y hay situaciones tan irreales que a veces se tiene la sensación de que en alguno de los primeros borradores del guión esta película era en realidad una comedia desmadrada al estilo de las de Austin Powers, pero finalmente sus responsables se echaron para atrás. Eso sí, por ahí queda algún toque absurdo (el gesticulante jefe del MI6 que interpreta Bill Nighy, por ejemplo) que al parecer se libró de la quema.
Sin embargo, no hay quien salve escenas como el enfrentamiento usando una cuerda al más puro estilo Jackie Chan, las persecuciones dignas de la deleznable Los bicivoladores o alguna pelea salida directamente de Los Ángeles de Charlie. Y poco perdón tiene eso de vendernos a Ewan McGregor como protagonista de la cinta, cuando lo suyo apenas pasa de ser un mero cameo.
En resumidas cuentas, una película que debería provocar vergüenza ajena a cualquiera que tenga más de catorce años, y que quizá les haga jurar no acudir al cine cuando estrenen la secuela (porque si nada lo remedia la habrá).