Siguen apareciendo en nuestra cartelera, con pasmosa regularidad, títulos que nos trasladan con mayor o menor fortuna hasta la época de la Grecia y la Roma clásica. En esta ocasión es Paul W.S. Anderson quien se pone a los mandos de la nave, lo cual no suele traer buenas noticias: basta con recordar Los tres mosqueteros –en cuya crítica ya dábamos un buen repaso a las características de este cineasta– para saber que probablemente no obtendremos la misma satisfacción que ante el 300 de Zack Snyder, y ni tan siquiera la innovación visual de los Immortals de Tarsem Singh.
Lo peor de Pompeya es que tiene un armazón transparente que nos permite ver sin dificultad sus fuentes de inspiración, que son principalmente Gladiator y Titanic: el protagonista ve cómo muere su familia a manos de las legiones romanas, es esclavizado, llevado a Pompeya y usado como gladiador por los asesinos de sus seres queridos, y posteriormente se embarca en un romance con una dama de buena posición; pero para conseguir su amor tendrá que luchar contra otro individuo de dudosa calaña y de mucho más pedigrí que él. Ah, y por supuesto no olvidemos la catástrofe final que pondrá todo patas arriba.
Tras una primera media hora que no molesta especialmente –aunque el abuso de la música épica resulta cargante–, está bien ambientada y nos muestra un puñado de buenos paisajes, llega un tramo que incluye todos los tópicos habidos y por haber, y el espectador recibe todo bien mascadito para que no piense demasiado. Así, tenemos incluso una relación típica de las buddy movies entre el protagonista y otro gladiador que se encuentra en su misma situación, además de alguna escena sonrojante que serviría de precursora a aquella El hombre que susurraba a los caballos (Robert Redford, 1998).
Cuando el tedio ya ha hecho presa en nosotros llegamos al tramo final del filme, donde todas las tramas desembocan en un desenlace que incluye toda la pirotecnia digital que queramos imaginar, espectacular gracias a los efectos que se pueden conseguir con la tecnología actual, pero absolutamente carente de alma. Ahí es donde la vergüenza ajena campa a sus anchas –Kiefer Sutherland es un tremendo error de casting dentro de un reparto que hace lo que puede– y cualquier efecto dramático que los responsables de esta cinta pretendieran lograr termina diluyéndose, cuando no cayendo en la comedia involuntaria.