Su guión hace que nos preguntemos si alguno de los implicados se molestó siquiera en hojearlo antes de aceptar.
No es la primera vez que John Turturro se pone tras la cámara, aunque alguno de los espectadores pueda llegar a planteárselo durante cada uno de los soporíferos minutos que dura la interminable proyección de Aprendiz de gígolo. Una cinta en que su mayor hito es, tirando de uno de los recusos habituales de actores metidos a directores, convocar a un buen repertorio de compañeros de profesión y conseguir que el cartel luzca. Tanto, de hecho, como para que el mismísimo Woody Allen vuelva a protagonizar una cinta, motivo suficiente para embaucar a unos cuantos desprevenidos.
Si en numerosas ocasiones hemos cuestionado cómo el uso de la marca sirve para atraer audiencia con independencia del contenido, es evidente que no es un mal que sea atributo exclusivo de la mercadotecnia a mayor escala. Que incluso un actor habitual de los papeles secundarios, con pose de autor y aires indie, puede jugar a eso mismo: tirar de la marca Sharon Stone, de la marca Vanessa Paradis, de la marca Sofía Vergara… sí, y por encima de todas, de la marca Woody Allen.
Con este último Turturro incluso se permite jugar con un estilo ajeno ante la apatía del genio neoyorquino. Intenta, por tanto, manejar parámetros de un cine demasiado personal como para ser imitado, arrastrándonos con desvergüenza a un quiero y no puedo constante donde todo absolutamente se le cae por su propio peso ante su evidente falta de recursos: la lógica no asiste ni a la trama general ni a las escenas concretas -o a su encadenado-; el humor es una disposición de escenas demasiado similares en formas a otras pergeñadas por el tipo que las coprotagoniza, pero reducidas todas a simple fogueo; y su guión hace que nos preguntemos si alguno de los implicados se molestó siquiera en hojearlo antes de aceptar, o si la simple amistad por compromiso –más una vez Allen hubiera dado su brazo a torcer y su nombre sirviera para convocar al resto– les llevó a implicarse en una historia moldeada a base de desidia, que permite plantearse si de la misma forma que algunos fans del cine de superhéroes se muestran poco exigentes con algunas de sus representaciones en la gran pantalla, los gafapasta llegarán a pensar que hay algo de sustancia en el despropósito que nos ocupa por amenizarse con algunos tonos de jazz.
Probablemente, con todo lo malo que tiene Aprendiz de gigoló, nos sirve para recordarnos algo tan simple como que esto no va tanto de bandos, de ricos y pobres, de españoles y yanquis, de comerciales y indies, de comiqueros y proorientales… como de buen y mal cine. Y estamos ante una muy buena representación del segundo, cortersía de don…Tor-torro…Turturro… De ése.