Documental cuya mirada al universo mítico del Salvaje Oeste peca de ingenua y maniquea
A propósito de este documental se ha repetido hasta la saciedad aquella frase que en El Hombre que Mató a Liberty Valance (John Ford, 1962) consagraba una manera, hasta cierto punto restrictiva, de aprehender el Lejano Oeste: “This is the West, Sir. When the legend becomes fact, print the legend”. La cinta de Ford, como más tarde Sin Perdón (Clint Eastwood, 1992) o Llamando a las Puertas del Cielo (Wim Wenders, 2005), apuntaba certeramente que la pervivencia del Far West en el imaginario popular requería, antes que de unos protagonistas reales en el fondo tan anodinos (cuando no rechazables) como los encarnados por cowboys, pistoleros, sheriffs y cabareteras, de cronistas dispuestos a mitificar a tales personajes y sus correrías, contribuyendo así a crear sentimientos identitarios que forjasen un corpus cultural autocomplaciente.
Réquiem por Billy el Niño se aplica con entusiasmo a perpetuar esta tradición fabuladora. En principio su directora, la francesa Anne Feinsilber, viaja hasta Lincoln, un pueblecito de Nuevo Méjico del que fue sheriff Pat Garrett, el hombre que mató al mítico forajido William el Niño Bonney, para interesarse por la polémica que rodea al enfrentamiento postrero en julio de 1881 entre quienes fueron amigos antes de acomodarse en polos opuestos de la ley. Según algunos, Garrett y Billy podrían haber pactado la desaparición del segundo, que habría vivido de incógnito buena parte del siglo XX.
Sin embargo las entrevistas con los habitantes actuales de Lincoln, la inserción de escenas correspondientes a las ficciones más reputadas sobre la vida de Billy —El Zurdo (Arthur Penn, 1958), Pat Garrett & Billy el Niño (Sam Peckinpah, 1972)—, la presencia del principal intérprete del film de Peckinpah, Kris Kristofferson, que presta también su voz en off al mismo Bonney, conspiran rápidamente para dar a la película el tono de una elegía acrítica y maniquea. Feinsilber establece arriesgados paralelismos entre un tipo que no hizo otra cosa que asesinar a diez o veinte personas y el poeta Arthur Rimbaud; y se empeña en contraponer unos ideales inocentes y rebeldes presuntamente personificados por Billy, con otros fiscalizadores y pragmáticos que ejemplificarían Garrett y en nuestros tiempos, cómo no, George W. Bush.
De haberse escogido a Thomas Jefferson o Henry David Thoreau para dar cuerpo a semejantes planteamientos, estos hubieran tenido algún sentido. Pero pensar que existen diferencias entre Billy el Niño y Bush Jr., frutos ambos de una sociedad inmadura que considera la violencia como un elemento dialéctico esencial, es infantil. Y da un poco de grima ver a estas alturas a mujeres como Feinsilber o Claire Diterzi, intérprete sensual de varias canciones paradigmáticas que se escuchan en la película, chochear (y nunca mejor dicho) ante la imagen más rancia del chico malo que dispone de su propia vida y las ajenas a capricho y que sólo responde de sus actos ante pistolas más grandes que la suya.
Con esto no buscamos descalificar una película recorrida por una melancolía muy especial y por una comprensión admirable de la épica desolada de un Oeste, más que lejano, extinto. Pero sí queremos hacer notar que, al haber optado Feinsilber por el documental de tesis o de creación, debiera haber trabajado más sus contenidos, porque las contradicciones y debilidades de la propuesta son evidentes.