¿Habría sido lo mismo de las sagas de El Señor de Los Anillos o Matrix si cada uno de sus episodios hubiera sido realizado por un director diferente? ¿habría menoscabado su coherencia o habría supuesto alguna ventaja? Es difícil encontrar agumentos con casos tan variados en la lista de las series reprobables como hemos tenido recientemente, con una Spiderman 3 capaz de enredar en sus telares arácnidos a Sam Raimi y succionar su creatividad, o la también reciente incursión de los Piratas del Caribe en que nuevamente un director marioneta se limitaba a cumplir con simple diligencia con los mandatos de la industria. Posiblemente esa sea la mayor conclusión: cuando se trata de dar autoría y el director deba ser algo más que un tipo organizando el decorado sea preferible contar con alguien con criterio y darle continuidad. Cuando por el contrario sólo se precisa un funcionario manejando el matasellos y demás fríos trámites burocráticos, tanto importa si tuvo alguna vez deseos mayores como si alguna vez sintió vocación o albergó inquietudes tras la cámara.
El caso de Potter resulta en ese sentido terriblemente significativo: argumentos, personajes y decorados expuestos con nitidez y minuciosidad en sus libros como para que toda la labor restante pueda delegarse a un equipo técnico con las arcas llenas y alguien que se limite a no molestar a la hora de seguir sus líneas maestras. Terry Gilliam como candidato despechado que habría querido hacer algo más nos lo explicaba con claridad: la Warner quería alguien seguro, motivo por el cuál no quisieron contar con él. Columbus era el candidato ideal en ese sentido, con la ventaja posteriormente no materializada de su supuesta experiencia en la dirección de niños.
Las dos primeras partes dejaron sin argumentos a los estudios: Columbus se veía excedido por la imposibilidad de dar personalidad y cabida en el metraje a los relatos de Rowling. Su dirección de actores (por más que el resto de la saga pueda culpar a estos de su incapacidad para hacer cosas mínimamente decentes) era detestable y todo quedaba reducido a una hipertrofia visual con que aburrir, cuando no asustar, a los niños en navidad. Afortunadamente después, Alfonso Cuarón, entre la ambición de una superproducción y la posibilidad de entrar a competir en la primera división para realizar después su espléndida Los Hijos de Los Hombres, cambió las cosas. Mesura, habilidad y adaptación al lenguaje y ritmo cinematográfico. Mike Newell repetiría en la siguiente y a pesar de su experiencia en comedias conservó las suficientes señas de identidad de su predecesor manteniendo el tipo.
Y aquí acabó de nuevo el tema de la autoría. La escasa experiencia de David Yates en cuestiones fuera de la televisión eran un poderoso indicativo de que se confiaba más en la fórmula que en el mago, en los técnicos y productores -es decir, en los ingredientes- que en el cocinero. Y nuevamente encontramos una película con problemas para serlo, que se toma demasiado tiempo en seguir la fidelidad con el libro para sobresaltarse al contabilizar el metraje y acelerar con desesperación camino al explosivo desenlace. Qué más da: los elementos argumentales dentro de la historia de Hogwarts son tan atractivos, el despliegue de medios tan poderoso que la pericia en la adaptación es algo prescindible.
Con todo esto La Orden del Fénix no es una mala película, y atendiendo a sus fines y objetivos, pasando por encima de interpretaciones y desatinos a la hora de trasvasar cientos de páginas el resultado es correcto. El clímax final, valiéndose de nuevo de los mencionados recursos logra hacer olvidar la descompensación estructural y las prisas que pueden percibirse incluso prescindiendo de comparaciones literarias. Y al fin y al cabo si el espectador es un amante infiel de la ficción hasta el punto de haber pasado por alto los libros originales –o víctima de sus complejos ha huido de lo que creía un entretenimiento puramente infantil– no merece mucha más riqueza en su imaginación salvo que un día opte por redimirse a golpe de letra impresa. Entonces encontrará el verdadero sentido a la descabellada idea de los niños magos y encontrará el mundo que algunos directores no pudieron (o quisieron) gobernar con su claqueta.