La última película del director de Delicatessen es un caramelo visual envuelto en celuloide vivo que funciona tan cómodamente de ver como se puede montar uno en el tiovivo, comer manzanas con caramelo y subirse al tren de la bruja.
Aquí se responde plenamente a la definición de "cine como espectáculo", tumbando y enterrando a la teoría por lo que lo que sea espectáculo tiene que ser, necesariamente, hueco.
Probablemente el discurso "moral" del director francés no sea el del sesudo y necesariamente negro Haneke, sino que responde al gusto antiguo por crear imágenes vivas, surgidas del artificio creador, y nada más.
Amelie busca huir de la ordinariez en su vida, por eso maneja tramas tan alocadas, tan artificiosas, para con su vida diaria y su búsqueda del amor.
Existe, así, una correspondencia directa entre la actitud de la joven y la propia forma fílmica en la que Jeunet desarrolla la historia en imágenes: los dos buscan el artificio para llegar al arte, ya sea en el cine o en la amor.
Porque la relación que al final anhela Amelie representa la misma ansia creadora y perfeccionista que el director francés plasma en imagen.
Unas imágenes muy bellas de contemplar, a pesar de un par de momentos redundantes, y una historia que no cambiará la vida a nadie -excepto a la propia "Amelie"-, pero que a buen seguro garantiza una visión tan cómoda como placentera ¿alguien quiere más?.
Yo, quizá, sí.