Tras su debut con la sobrevalorada Monsters en 2010, había un cierto sector de público pendiente del próximo movimiento de Gareth Edwards. Si su nuevo proyecto ha resultado ser una recuperación del espíritu primigenio de las películas de Godzilla, respetuoso con los orígenes del monstruo y bien alejado de aquella caricatura homónima que dirigiera Roland Emmerich en 1998, podemos comprender que las expectativas fueran altas.
Este nuevo Godzilla apuesta por la seriedad ante todo, dando como resultado un blockbuster que pretende hacernos reflexionar sobre los desmanes ecológicos que los humanos cometemos a diario contra el planeta que habitamos. Primera decepción para quien espere escena tras escena de destrucción masiva. Además, la historia se toma mucho tiempo para colocar a las fichas en su lugar correspondiente sobre el tablero, desconcertando de nuevo a quien simplemente quiera presenciar cómo seres gigantes se dan una buena tunda.
El film intenta que gran parte del interés resida en el elemento humano implicado en la historia. Sin embargo, tras un arranque efectivo en ese sentido –con los rostros conocidos de Bryan Cranston y Juliette Binoche–, de repente nos sentimos estafados al ver que el peso de la acción la lleva indudablemente el discreto actor Aaron Johnson, cuyo personaje no consigue epatarnos del todo. Más o menos la misma sensación de insustancialidad obtenemos del resto de personajes, meras carcasas sin carisma para que la historia vaya avanzando en alguna dirección.
En cuanto al guión, elige una senda algo extraña –e incluyendo demasiados rodeos– para explicarnos qué está sucediendo en la pantalla. También abundan las casualidades, las inexplicables elipsis justo cuando los monstruos van a pelearse, los planes desconcertantes de los militares –cuesta saber qué están intentando hacer en cada momento, o si han pensado en las consecuencias de su actos–, así como diversas incongruencias que van minando el interés que podíamos haber sentido por esta nueva propuesta en torno a Godzilla. Es inevitable durante la proyección pensar en la efectividad de la resultona Pacific Rim, que obviamente jugaba a otra cosa, pero al menos conseguía transmitir un sentido de despreocupación que hubiéramos agradecido aquí.
La parte técnica, eso sí, brilla con luz propia. Pocos defectos podemos achacarle a la vertiente visual de esta cinta, ya que convencen sobradamente sus imágenes, el sonido –el rugido de Godzilla es quizá el rasgo que más tiempo vaya a permanecer en nuestro recuerdo–, el diseño de los monstruos, los efectos asociados a la destrucción indiscriminada y demás aspectos que siempre deberían puntuar alto en una cinta de acción de consumo masivo.
En resumidas cuentas, Gareth Edwards ha elaborado una película respetuosa con el espíritu del personaje de la Toho creado en 1954, así como con su mensaje ecologista, pero en su afán por seguir los pasos de Steven Spielberg –referencia que él mismo ha confesado– le ha salido una obra atípica y pretenciosa, que navega entre dos aguas y, en general, aburre hasta que nos sumergimos en la media hora final, un festín de acción capaz de convencer al más pintado y, por qué no, de hacer que olvidemos lo plomizo, deslavazado y frío de los noventa minutos precedentes.