Cada vez que el público se enfrenta al nuevo trabajo de un actor tan encasillado como Jason Statham caben –principalmente– dos posibilidades. Por un lado sus seguidores acérrimos desearán encontrarlo repitiendo punto por punto los esquemas aquellos por los que han llegado a adorarle. En el polo opuesto, sin embargo, los detractores del artista tendrán ganas de ponerlo a caer de un burro gracias a esa misma poca originalidad, confirmación de su incapacidad para romper los estereotipos que se ha ido imponiendo él mismo a lo largo de su carrera, debido a las elecciones de sus papeles.
Los fans de Statham tienen motivos para pasar un rato entretenido en esta nueva cinta de su ídolo, que últimamente está en todas partes, metido en diversas sagas como A todo gas y Los mercenarios, así como en la secuela de The Italian job. En este debut tras las cámaras del guionista Steven Knight (Promesas del este, Negocios ocultos) encontramos de nuevo los rasgos característicos asociados a los personajes del intérprete británico: un pasado turbio, un presente meditabundo y en solitario, unos encargos sucios de los que debe encargarse enfundado en un traje de marca –al tiempo que conduce un cochazo–, y por supuesto el siempre agradecido reparto de mamporros aquí y allá.
Pese a lo que estos antecedentes nos pudieran hacer temer, lo cierto es que Redención logra interesar más que otros productos de Statham. Tal vez se deba a su regreso a las Islas Británicas, de donde surgieron aquellas ingeniosas Lock & Stock o Snatch. Cerdos y diamantes que nos lo dieron a conocer, merced al tirón de dichas obras de Guy Ritchie (aunque posteriormente Blitz demostraría que también es capaz de aparecer en bodrietes rodados en su patria). O tal vez no sea por eso.
Lo cierto es que la historia que se nos plantea no es excesivamente transparente en un principio, detalle que anima a seguir con cierto interés su devenir. Posteriormente su desarrollo tiene fallos y tópicos de manual, así como cosas que no terminan de casar bien del todo o se ven venir a la legua –mejor no destripar nada, ya que el argumento es bastante simple–, pero la conexión que se crea con el espectador funciona moderadamente bien, sobre todo merced a la fotografía de Chris Menges, que nos retrata un Londres hipnótico, tanto en su vertiente más luminosa como en la más lúgubre, y que casa bien con el tono sombrío del relato filmado.
Agradezcamos, pues, el intento de Statham de desmarcarse ligeramente de su imagen arquetípica –el músculo deja de ser preponderante, para decepción de buena parte de sus fans–, demostrando que es un actor solvente cuando la ocasión lo requiere –¡incluso sonriendo en repetidas ocasiones!– y poniéndose al servicio de una historia que habla de la redención, de los recuerdos pasados que nos atormentan y de diversas manifestaciones de la maldad humana. No es que el resultado logre cotas de profundidad dignas de enmarcar, pero al menos convence lo justo para que al final de la proyección enarquemos una ceja de sorpresa y reconozcamos que Statham es capaz, al menos, de hacer algo ligeramente distinto a lo habitual.