Es loable la labor titánica que tiene el adaptar “El Quijote”, la obra magna –para la inmensa mayoría- de la literatura castellana; no obstante, la conocida obra cervantina ha sufrido innumerables adaptaciones cinematográficas –cercanas a la centena-, más que el “Dracula” de Bram Stoker.
El cántabro Manuel Gutierrez Aragón, cineasta de la vieja escuela y, pese a ello, activo realizador, aborda la historia del de la triste figura intentando dotarla de un punto de vista nuevo, de humanidad.
No obstante, esas mejores intenciones pierden integridad por faltas en cuanto a la estructura del relato; apartado del clásico “presentación, nudo y desenlace”, Gutiérrez-Aragón se decanta por presentar la historia como diferentes capítulos, independientes unos de otros y sin aparente conexión espacio temporal.
Así, es difícil mantener todos esos capítulos a una misma altura, ya que hay algunos que, por fuerza, brillan con propia luz y otros, desfavorablemente los más, en los que la acción se paraliza tanto que llega a empalagar.
Juan Luis Galiardo hace relucir la película, poseso gozosamente por el caballero de la triste figura ¿Goya para el 2003?; contrariamente, nada que decir de su compañero Carlos Iglesias, encarnado uno de los “Sanchos Panzas” más inefables de esto que se llaman adaptaciones quijotescas; para mantearlo.