Los elementos que entran en juego en Vampire academy son de sobra conocidos: best seller orientado al público adolescente, cuyos protagonistas son seres sobrenaturales que se mueven dentro de unos parámetros –llámenlas reglas si quieren– que dejan claras las categorías de personajes que vamos a encontrarnos. Si sumamos la rápida traslación de la historia a la gran pantalla, obtenemos un producto que con el mayor descaro posible trata de seguir la estela triunfal de sagas como Crepúsculo, Divergente o Los juegos del hambre, pese a que obviamente no podamos meter a todas ellas en el mismo saco de pretensiones y resultados.
En esta adaptación del relato de Richelle Mead encontramos una rocambolesca mezcla de vampiros más o menos tradicionales que estudian en una institución estilo Harry Potter. Los no muertos en esta ocasión se dividen en buenos y malos, y los primeros cuentan tanto con colaboradores –en forma de donantes de sangre– como con protectores que dominan las artes marciales. La película gira en torno a diversas intrigas que se van desarrollando en relación con las dos protagonistas, una vampiresa y su guardaespaldas, que comparten un lazo psíquico desde un accidente de tráfico que padecieran un año antes.
Si hay que elogiar los mensajes de fondo de las dos entregas que hasta ahora hemos visionado de Los juegos del hambre, y si bien en Divergente aún podíamos encontrar algún aspecto salvable de cara a las mentes jóvenes que probablemente constituyan la mayoría del público potencial, lo cierto es que Vampire academy es un despropósito que se nos antoja hecho con tremenda desgana por parte de sus responsables, bebiendo de fuentes que ya nos tienen aburridos de tanto repetirse, en este y otros subproductos que nacen para aprovecharse de los méritos de filmes ajenos.
Tras diez minutos iniciales que explican relativamente bien quiénes son los diversos seres que por allí aparecen, de un modo bastante simplista –con nombres sobreimpresos y todo, no sea que alguien se pierda– nos sumergimos en un cóctel de vampiros de diseño, acoso escolar básico, romance adolescente de opereta, estereotipos que nos sabemos de memoria, clichés recitados a cámara, manidos trucos de guión, frases que dan más pena que risa –y no creemos que pretendan mover ni a una cosa ni a la otra, precisamente–, discursos eternos de dos personajes mientras se pelean a muerte, y detalles de serie B que nos hacen preguntarnos si Uwe Boll pasó cerca del set de rodaje en algún momento. Añadamos un Gabriel Byrne en horas bajas, una irritante coprotagonista que podría haber interpretado Ellen Page, así como los ya clásicos giros de guión que solo consiguen confundir más a todos –no en vano una de los protagonistas, hacia el final, asevera: “a estas alturas ya no sé quién nos quiere y quién nos odia”– y tenemos como resultado un pastiche solo apto para adolescentes sin excesivo criterio.