Remake nada destacable, aunque incite a reflexionar sobre la vigencia de un Mal que ya no se molesta ni en vestir ropajes novedosos
Huyendo del psicopático autoestopista John Ryder (Sean Bean), los jovenes Grace (Sophia Bush) y Jim (Zachary Knighton) se refugian en la habitación de un motel y se relajan viendo por televisión Los Pájaros (The Birds, 1963). Dada la nula creatividad de Carretera al Infierno, nueva versión del film homónimo escrito por Eric Red y realizado por Robert Harmon en 1986, el guiño del director debutante Dave Meyers al clásico de Alfred Hitchcock puede sonar oportunista o gratuito. Pero resulta incuestionable que Los Pájaros anticipaba un tipo de Mal —de origen cotidiano, cualidades abstractas e invencible poderío— que marcaría futuras tendencias del género otorgando un sentido perturbador, más allá de la pura mercadotecnia, a la inmortalidad de figuras prototípicas de las siguientes décadas como Freddy Krueger, Terminator, Jason Voorhees o el Ryder encarnado en primera instancia por Rutger Hauer (el actor holandés reciclaría vergonzantemente siete años después su papel en Carretera al Infierno para la producción televisiva de Geoff Murphy Sin Testigos).
La inmortalidad de las criaturas citadas escapó a los confines de la ficción y ha infectado el sistema de producción hollywoodense, a modo primero de secuelas y asumiendo después el formato aun más inquietante de los remakes más o menos literales, en los que se ha especializado sin ir más lejos la productora de la nueva Carretera al Infierno, Platinum Dunes (La Matanza de Texas 2003, La Morada del Miedo, La Matanza de Texas: El Origen). El éxito de estos remakes evidencia que el Mal sigue agazapado en los mismos rincones de nuestros cuartos, y que mirando hacia otro lado sólo estamos demorando el momento de afrontar el abismo de las propias tinieblas. En este sentido, es natural que Meyers homenajee una película cuyo último plano, como explicó Hitchcock a François Truffaut, venía a decirle al espectador que la amenaza “no está todavía lista para atacar pero se prepara, como un motor que ronronea y arrancará pronto”. La amenaza metafórica se ha materializado, entre otros monstruos, en ese atormentado, fantasmal jinete [r(y)ider] que recorre las carreteras de Nuevo Méjico convirtiendo en un amasijo de carne lacerada y carrocerías destrozadas a los viajeros con que se topa, y entre quienes secretamente anhela encontrar un alma que comprenda la maldición que supone su conducta criminal y que le libere.
Lamentablemente, una cosa son las intenciones de un director (o las interpretaciones alucinadas de un crítico) y otra los resultados concretos de un proyecto. Carretera al Infierno 2007 no es ni mejor ni peor en términos relativos que Carretera al Infierno 1986, un film que cuenta con cierto culto nostálgico a pesar de las flagrantes inverosimilitudes que jalonaban su desarrollo. Es absolutamente peor porque al copiar una a una todas las situaciones absurdas del primer film, y no saber otorgarles con la cámara y la puesta en escena una mayor densidad u otro sentido —algo factible, como demostró el año pasado Alexandre Aja— deriva en un producto prescindible y algo ridículo; un producto en el que canciones de moda a todo volumen, scream queens anoréxicas y televisivas, fotografía digna de un anuncio de jeans y actores valiosos disfrazados de otros (sí, nos referimos a Bean), se encargan de arruinar cualquier efluvio enfermizo que pudiera emanar del relato, hasta dejarlo reducido a un entretenimiento mecánico para aliviar el tedio de una tarde veraniega. Fueran las que fuesen las pretensiones de Dave Meyers, la única realidad es que no ha sabido estar a la altura de lo que anda suplicando John Ryder. ¿Necesitaremos dentro de veinte años un nuevo remake que acierte de una vez a agotar el potencial tenebroso que los films de 1986 y 2007 apenas han sabido atisbar, y deje por tanto descansar en paz a ese Mal que nos devuelve la mirada a diario desde nuestros retrovisores?