Valerio Massimo Manfredi es un novelista especializado en obras de tipo histórico-aventurero que ahora ve cómo La última legión es llevada al cine por Doug Lefler, realizador que debuta en la pantalla grande tras ir acumulando experiencia en episodios de series como Hércules, Xena y productos de similares características. No es de extrañar, pues, el aire a telefilme rancio que desprende esta película desde los primeros minutos, ni la terrible sensación de estar ante una patochada que jamás debería haberse estrenado en nuestras salas, siendo su hábitat natural más adecuado algún pase televisivo de fin de semana.
La última legión nos habla de la conexión entre la espada Excalibur y un imperio romano en clara decadencia, allá por el siglo V. Los héroes intentarán defender la vida del último de los césares de Roma, el niño Rómulo Augusto, y los villanos querrán hacerse con su espada, que promete convertir a su portador en dueño del mundo. A partir de ahí, imaginemos un episodio de El Equipo A con este argumento y no andaremos demasiado desencaminados.
En primer lugar, la cantidad de información que contiene la novela se intenta comprimir en hora y media, y en consecuencia la trama discurre de forma tan apresurada que el espectador se pierde con demasiada frecuencia (para tratarse de una simple peli de aventuras, espadazos y demás). Un día los protagonistas cogen unos caballos en Roma y dos o tres jornadas después se plantan en Inglaterra; asimismo, la capital del imperio cae en manos de unos repentinos atacantes de la noche a la mañana, con una facilidad pasmosa. Así pues, la sensación general es que no nos están contando bien la historia. Eso sin entrar ya en errores históricos de bulto que se cometen a cada momento, algo que merecería un capítulo aparte en otro lugar.
Las batallas que aparecen intentan ser espectaculares, pero quedan a años luz de El señor de los anillos, que todavía será durante muchos años referencia ineludible y rasero para este tipo de producciones. Se nota la falta de presupuesto tanto en el vestuario como en los decorados –puro cartón piedra–, y para acabar de rematar la faena ni la música de Patrick Doyle está bien puesta, invitándonos a estridentes crescendos cuando no toca.
Pero si la realización televisiva no ayuda nada a entrar en lo narrado, los personajes y sus diálogos consiguen hallar nuevas cotas de espanto, con unas personalidades casi planas y demasiadas frases pomposas en sus discursos, dignos de una épica trasnochada que mueven más a la risa que a otra cosa. Uno se pregunta cómo habrán engañado a Colin Firth o Peter Mullan para tomar parte en este desaguisado, donde cabe un plagio descarado de Gandalf (el personaje de Ben Kingsley, lo peor de la película) o una guerrera ridículamente imparable que sirve de antecesora a lo que es en la actualidad Elektra, por ejemplo, y que no duda en usar sus encantos femeninos para alegrar al público masculino. A falta de pan...
En resumidas cuentas, una producción que podía haber sido meramente entretenida pero se lanza de cabeza a la categoría de películas sonrojantes de las que conviene huir a poco que uno sea mínimamente exigente.