Terror brutal, muy conseguido, aunque sus pretensiones hiperrealistas no sean tan originales ni tan honestas como se pretende
Al saber que se estrenaba en España Wolf Creek, me comentaba la otra noche un amigo australiano que estaba cansado de la imagen cinematográfica que hay de su país; que cuando, cada mucho tiempo, cae por estos lares una película realizada en las antípodas, tiene como invariables protagonistas a cazadores palurdos, salvajes de autopista y beodos que maltratan aborígenes, generando en los extranjeros la idea de que sus paisanos se pasan el día “violando canguros y comiéndose a los niños” (o al contrario, no me acuerdo bien).
Yo le oculté que había sacado esa impresión de los australianos no del cine, sino tras conocerle a él. Pero por lo demás tiene razón. Por aquí nadie presta demasiada atención a autores como Ray Lawrence, Paul Cox o Rolf de Heer, limitándonos a consumir las propuestas que las multinacionales sólo distribuyen cuando han tenido éxito en Estados Unidos, es decir, cuando han demostrado un potencial taquillero ligado inevitablemente a los clichés burdos.
Es el caso de Wolf Creek, ópera prima con un ojo puesto en modelos abiertamente reconocidos por su guionista y director, Greg Mclean, como La Matanza de Texas (1974) y El Proyecto de la Bruja de Blair (1999), y otro atento a la reformulación prudencial de esos referentes en aras a conseguir los tan efímeros títulos de “la película de horror de la temporada” o “¡la película de terror más salvaje desde Caótica Ana!”. A Mclean le ha salido bien la jugada: todo el mundo habla de él como del enésimo niño prodigio del género, y ya está rodando para una productora norteamericana su segunda película. También ha recibido cumplidos de Quentin Tarantino y Robert Rodriguez, aunque visto el estado mental de esos individuos no sabemos si su apoyo le vendrá bien al australiano o constituirá el precoz inicio de su muerte creativa...
En cualquier caso, a Mclean talento no le falta. Basándose en hechos verídicos y exprimiendo las posibilidades del rodaje en alta definición, aleja esta crónica sobre la desdichada suerte de tres mochileros a manos de un garrulo de la Australia profunda de los amaneramientos dramáticos propios de Hollywood, consiguiendo un naturalismo que cuando llega la hora de la sangría provoca con gran potencia en el espectador esa mezcla de espanto y náuseas a que aspira el género actualmente. A ello contribuyen uno de los momentos de tortura más sobrecogedores a que hemos asistido en un cine (aquel de la “cabeza en el palo” [head on a stick], que no describiremos por respeto a la presunta sensibilidad de los lectores), así como unas excelentes interpretaciones; en especial por parte de John Jarratt, un veterano actor reciclado en los últimos años en una especie de Ana Rosa Quintana aussie, que arriesga su imagen encarnando a un tipo repugnante y encima subvierte el recuerdo del célebre Cocodrilo Dundee con ciertas bromas que maldita la gracia que tienen en el contexto en que las gasta.
La renuncia de Mclean a un crescendo dramático tradicional para obtener los efectos deseados en la segunda mitad de la película, un poco al modo de Hostel, se cobra sin embargo un precio. El espectador puede llegar a creer que le están tomando el pelo según van pasando los minutos y no ve en pantalla más que los chistes y ligoteos de tres jovencitos sacados de un anuncio de operadoras telefónicas. O peor, puede terminar pensando que Wolf Creek no pasa de ser una de esas exploitation movies tan de moda hoy en día (Hostel de nuevo) que disimulan bajo su fino barniz argumental un muestrario sádico de sufrimientos humanos, y más en concreto femeninos.
Por tanto, Wolf Creek queda reservada a los forofos del terror más inclemente. Para ellos la película ofrece alicientes de sobra, aunque esté lejos de resolver las dudas que se ciernen sobre sus verdaderas intenciones y el futuro de su director. Mi amigo australiano, mientras, tendrá que seguir diciendo para ligar que es californiano. “¡Y entonces no se me escapa una viva!”, cuenta entre risas enloquecidas.