“Se acabó poner la otra mejilla”, reza la frase promocional del nuevo trabajo de Damián Szifrón, quien se había tomado un buen descanso en el séptimo arte después de entregarnos las muy divertida Tiempo de valientes (2005). Y desde luego dicho lema resulta más que apropiado para esta obra del realizador argentino, que en dos horas de metraje agrupa seis historias independientes que giran todas en torno al tema de la venganza. Si en Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) contemplábamos a un ciudadano normal y corriente que se rebelaba de manera violenta contra su entorno, agobiado por frustraciones diversas, en el film que aquí nos ocupa vamos a presenciar seis cuadros que representan otros tantos días complicados para sus protagonistas.
El riesgo que corren las películas compuestas de distintos episodios es que unos segmentos nos puedan interesar más que otros, provocando cierta desconexión del espectador durante el visionado de los más flojos, pero en Relatos salvajes es imposible desentenderse de lo que acontece en la pantalla, gracias a muchos factores. Por un lado, el argumento de la media docena de historias logra tenernos en tensión siempre, combinando situaciones familiares y cotidianas con un buen puñado de reacciones y salidas que resulta muy difícil imaginar, y que por tanto nos chocan de manera positiva. Además, todas ellas armonizan sabiamente lo cotidiano, la comedia, la amargura e incluso un punto de fábula malévola que le sienta genial al conjunto. Por si fuera poco, hay apuntes acerca de la corrupción, la injusticia y la desigualdad social que la convierten en un completo fresco del mundo civilizado actual.
No podemos dejar de mencionar que tanto los intérpretes como las frases que surgen de sus labios rozan la perfección. No se trata solo de la buena labor habitual de los ya conocidos Darío Grandinetti, Ricardo Darín o Leonardo Sbaraglia –recuperen Una pistola en cada mano (Cesc Gay, 2012), otra película episódica donde ya aparecían estos dos últimos–, sino que todos los actores están fantásticos, descubriéndonos –por ejemplo– a una descomunal Érica Rivas en un capítulo final totalmente desmadrado. En la parte técnica, hay que aplaudir el buen hacer general detrás de la cámara del realizador, quien además aporta, si el relato en particular así lo pide, pequeños detalles que llaman la atención y diferencian estilísticamente un segmento de los demás.
El modo tan brillante que tiene Szifrón de exponer las miserias de la condición humana le ha valido diversos premios en festivales, así como ser preseleccionada por Argentina –país donde ha batido récords de taquilla– para los próximos Óscars. Buen olfato, por tanto, el de los hermanos Almodóvar, que han sido los productores de esta cinta absorbente, alocada y catárquica como pocas, y que nos hace preguntarnos por qué es tan difícil encontrar más a menudo películas tan bien hechas como esta, con una serie de elementos perfectamente combinados, y con unos resultados tan brillantes y satisfactorios de cara al espectador.