Con un Terminator retirado por la política, un Rocky geriátrico repartiendo leña, un Van Damme que posiblemente nunca debió merecer atención alguna o un Steven Seagal buscando tristes excusas para su necesaria retirada, el héroe de acción ha acabado por verse vencido y aplastado por una industria que suele terminar humillando a sus figuras a cambio de unas últimas y agónicas recaudaciones.
Que Vin Diesel tratara de erigirse en sustituto de alguno de los anteriores es una clara evidencia de la perdida de posición que el género tuvo en el pasado y que ha terminado por apuntar a públicos más concretos que se identifiquen con sus rasgos de tuneado descerebrado.
Pero de entre toda la pléyade mencionada, habría que resaltar a un Bruce Willis que demostró tener un registro más amplio que los anteriores y supo hacerse con una carrera más variada y repleta de cintas destacadas a varios niveles. El terapeuta de ultratumba efectivo en El Sexto Sentido o el sufrido salvador de Doce Monos están lejos del hueso duro de roer, el personaje sarcástico, resacoso y épico al que dio forma durante mucho tiempo y que bordaba en cintas como El último Boy Scout(1991), una inyección de frenetismo sin complejos representativa del género y del actor.
Ahora bien, ninguna de sus múltiples andanzas heroicas fue nunca ni por asomo similar a las del genuino John McLane. Aquel diligente policía que con su aspecto de honesto trabajador sobrepasado por las circunstancias aportaba una cínica lucidez para entender las situaciones (y gracias a ella se enfrentaba a males mucho más poderosos que él), tenía algo especial. Aislado y sobrecargado de problemas –hasta encontraba algún cómplice al que ilustrar sobre la marcha– los afrontaba con estoicismo y burlándose de los excesos que le tocaba vivir, pasando a ser el responsable del inicio de una saga que con su primera película logró una de las más dignas referencias de su cine.
Desde entonces dos capítulos administraron la figura de McLane permitiendo que los rasgos que hicieron posible dar algo de verosimilitud a su lucha y crear empatía con el público, se mantuvieran con una dignidad bastante considerable. Con el robo elevado a la enésima potencia como aspiración cansina, y que se magnificó en su tercera entrega en que un Jeremy Irons ejerce de secundario de lujo para poner NY patas arriba, se confirmaba que la franquicia contaba con el cariño de sus productores que la rodeaban de atentos cuidados.
La Jungla 4.0 tiene, no obstante, elementos para ser considerada una más de esas explotaciones obligadas cuando la distribuidora de turno quiere enriquecer los balances de los años venideros. Se acabó el cariño. Un director asociado únicamente a las agotadoras peleas entre hombres lobo y vampiro de Underworld (Len Wiseman) y un guionista –Mark Bomback– responsable de la detestable El enviado (para mayor escarnio de Robert De Niro) son una clara demostración de lo que va a impedir que en esta ocasión Willis pueda mantener el tipo a su altura. Sin que eso signifique que su humillación vaya a llegar a los niveles de los nombres antes enumerados.
Nos encontramos con una historia que tiene aspecto de hablar de oídas de los peligros hacker, con un entramado de personajes cuyo tratamiento psicológico está al límite de la coherencia, y que viven un Apocalipsis moderno que se sube al carro catastrofista con la ambición de superar lo insuperable, en lo que son algunos de sus principales tropiezos.
El mayor de todos ellos puede ser el carisma bajo mínimos de la mayoría de quienes rodean al protagonista, en clara irreverencia hacia lo que se conseguía en episodios anteriores donde desde jefes de cuerpos de seguridad a periodistas pasando por enemigos de segunda fila, todos tenían unos rasgos marcados que dejaban algo de huella. El megavillano meramente repelente al que acompaña una diva oriental que, como la mayoría de quienes tienen que ejercer de luchadores parecen más salidos de Terminator que de una saga con los rasgos que esta tenía, son tan irrelevantes como los frikis a los que debe asociarse McLane para ponerle de actualidad y buscar una conexión con nuevos públicos de un héroe del pleistoceno.
Si bien Wiseman es eficaz en muchas de sus escenas fiel a sus cualidades y recupera el interés desde los primeros intercambios de pólvora, su habilidad para cumplir con el repertorio de hombres elásticos y retos agotadores planteados por el guión son excesivos incluso para que McLane pueda humanizarlos con alguna de sus burlas. Uno sabe que la cosa ha llegado demasiado lejos cuando el héroe que pretendía tener rasgos creíbles emplea su coche para lanzarlo a toda velocidad contra un helicóptero y para ello ha de saltar antes contra el asfalto para que su cuerpo sea frenado al colisonar contra un vehículo. Si mucho metraje después busca equilibrio surfero sobre un caza entre puentes triturados, la cosa ya no pillará a nadie desprevenido, aunque habría estado bien que Mark Bomback se hubiera informado algo más de en qué trabajaba y no hubiera mezclado en su memoria su enfrentamiento con el de otras batallas robóticas.
En todo caso y viendo el vergonzoso nivel de decadencia antes introducido hay que reconocer que a pesar de que el aprecio a La Jungla y sus secuelas imponía algo mayor, su función de entretenimiento durante dos horas y el recuerdo de momentos mejores permite pensar que este cierre (al que un coletazo adicional le daría un componente inevitablemente paródico) cumple -sin florituras- con la misión encomendada.