El cine comercial norteamericano sigue echando mano de los monstruos clásicos para tratar de atraer espectadores a las salas. Si en tiempos recientes llegaba a las pantallas Yo, Frankenstein, ahora es el turno del carismático rey de los vampiros, quien se ve sometido a una precuela donde se nos desvelará cómo terminó por convertirse en el Señor de la Noche (con permiso de Batman, claro está). La premisa es simple, así como su argumento y el posterior desarrollo del mismo: los malvados turcos acosan al bueno de Vlad el Empalador y su pueblo, forzándole a tomar una decisión que acabará con sus enemigos, pero también condenará su alma por toda la eternidad.
Dejando a un lado lo maniqueo de los personajes, la película se esfuerza por dárselo todo bien mascadito al espectador, con héroes y villanos perfectamente delimitados –ahora resulta que el príncipe rumano era una hermanita de la caridad, y solo buscaba la paz con sus belicosos vecinos–, sin ofrecer apenas sorpresas dignas de mención más allá de apoyar la tesis de que el fin justifica los medios, a la vista de las decisiones que toma Vlad durante la cinta.
Se da prioridad a la épica y a la acción espectacular –tamizada por unos efectos digitales resultones, qué duda cabe– sobre el terror, del que poco hallaremos aquí. En ese sentido, podríamos emparentar este film con otros títulos como la saga de Underworld, Hansel y Gretel: Cazadores de brujas o Abraham Lincoln: Cazador de vampiros, que tratan de modernizar las leyendas respectivas a costa de quitarles cualquier resquicio de sutileza que pudieran tener, creando un producto torpe, burdo, aburrido –pese a que apenas llega a la hora y media de duración– y sin matices.
“El mundo ya no necesita héroes, sino monstruos”, asegura el protagonista en un momento de la cinta. Pues a tenor de los resultados en taquilla de este nuevo Drácula, parece que la gente está más que dispuesta a comulgar una temporada más con estos monstruos, y con películas tan efectistas y vacuas como esta.