En el lejano 1994 Jim Carrey ya había alcanzado el estatus de superestrella protagonizando cintas como La Máscara y la primera Ace Ventura. Todavía faltaban unos años para que, con una posición destacada en la industria que le llevó a ser durante un tiempo el actor mejor pagado, protagonizase un giro hacia modos más serios como el que de la mano de Peter Weir le llevó en 1998 a El show de Truman, sin descuidar en ningún caso su vertiente cómica que en aquel año iba a darle otro momento dulce.
Bobby y Peter Farrelly, por el contrario, se lanzaban de su mano —y de la de un Jeff Daniels por aquel entonces abonado a los papeles secundarios— a la que iba a ser su primera gran película, la que iniciaría una carrera de éxitos que daría nombre a un sentido del humor propio, con una consumación que llegaría apenas cuatro años después con Algo Pasa con Mary.
Desde entonces, los Farrelly han tenido pocas ocasiones de reencontrarse con éxitos como los de la cinta que nos ocupa, una película que en sus reposiciones televisivas ha alcanzado una categoría intemporal, de tal manera que sus posibles subversiones han quedado sorprendentemente bien integradas con el paso del tiempo, consiguiendo que gran parte de la audiencia caiga una y otra vez rendida a su propuesta.
Precisamente en el curso de una de sus reposiciones, un Jim Carrey alojado en la habitación de un hotel llegó a la conclusión de que aquello merecía una continuación. Una conclusión a la que podía llegarse desde un enfoque puramente mercantilista tan a la medida de estos tiempos, pero también —para ser justos— desde la nostalgia o la sensación de no haber sacado suficiente rendimiento al dueto protagonista.
Curiosamente, que Carrey diera su brazo a torcer no fue inicialmente suficiente. Tuvo que pasar aún bastante tiempo para que todas las partes implicadas se pusieran de acuerdo y las codicias de las compañías con intereses encontraran un punto para el acuerdo, de tal forma que se redondease la cifra hasta alcanzar los 20 años que han sido precisos para continuar con su historia.
Si nos guiamos por el infalible dictamen de la audiencia, la espera aparentemente ha merecido la pena. Todas esas reposiciones esparcidas en el tiempo han servido de campaña de marketing única: bastaba apenas con dar una señal, y se formarían colas en las puertas de los cines. El resultado, probablemente, lo de menos.
John Morris, Mike Cerrone y Sean Anders se incorporan en esta ocasión a participar de un libreto que busca una continuación de manual, tirando de recursos que funcionaron para estirar la fórmula de manera cuestionable: donde hubo escatología, profundizar en la repugnancia; donde hubo estupidez, sublimarla hasta lo estridente… añadir más personajes extravagantes, dar un leitmotiv que funcione de forma indiferente para una nueva road movie en nombre de la tontería cuyo mecanismo no oculta su intención de ser burdo.
Por el camino, 2 tontos todavía más tontos logra anotarse algunos gags eficaces, en tanto que se limita a intentarlo en demasiados tramos que solo obtendrán respuesta del público más entregado (que, bien visto, fácilmente podría ser mayoría en la sala). El conjunto no tiene en general la chispa necesaria para funcionar como en su momento hizo la primera parte, y palidece en comparación con la frescura que tan pronto se les agotó a los hermanos Farrelly, y que ya nos condenó durante demasiado metraje de Amor Ciego (2001) antes de que su pólvora se mojase definitivamente en Pegado a ti (2003). Era comprensible que con tantos años sin dar con la tecla adecuada una nueva película volviese a convertirse en un muestrario de todas sus carencias, motivo último por el que tirando de la acumulación de guionistas han dado con una cinta que apenas acierta con su fuego a discreción, y que no funciona como entrega autónoma en ningún tramo.
Lo más inquietante, con todo, que puestos a tratar de exprimir algunos nombres igual de icónicos que los antes citados los susodichos hermanos se planteen proseguir su explotación progresiva. Algo malo terminaría pasando con Mary… y nosotros tendríamos que padecerlo.