Películas cuya historia gire en torno al micromundo de la cocina y sus entresijos las ha habido siempre, aunque no se trate precisamente de uno de los temas más recurrentes para los guionistas del séptimo arte. Si en 1992 Alfonso Arau entregaba Como agua para chocolate y en 1999 Jean-Yves Pitoun sumergía al pobre Jason Lee en una tumultuosa cocina francesa en el film American cuisine, no debemos olvidar una cinta alemana llamada Deliciosa Marta (Sandra Nettelbeck, 2001) que debió llamar la atención de algún avispado productor hollywoodense. De ahí que nos encontremos ahora con un remake americano de aquella entrañable historia, justo al mismo tiempo que Ratatouille, también ambientada entre fogones, aún aguanta en nuestras salas de cine.
Kate (Catherine Zeta-Jones) es una reputada chef de un exclusivo restaurante de Manhattan que vive entregada al arte culinario más exquisito, desarrollándolo con tal grado de entrega y perfección que casi asusta. Su vida privada prácticamente no existe, aunque a ella eso no parece quitarle demasiado el sueño, temerosa de enfrentarse al mundo exterior. Sin embargo, dos acontecimientos van a obligarla a recapacitar y, quizá, a encarar cambios duraderos en su vida: por un lado deberá encargarse de su sobrina de 9 años (Abigail Breslin, vista en Pequeña Miss Sunshine), y por otro tendrá que compartir espacio en el restaurante con Nick –el cada vez más en alza Aaron Eckhart, a quien hemos visto últimamente en Gracias por fumar y La dalia negra–, un sub-chef demasiado dicharachero que contrasta en demasía con la sobriedad de la protagonista.
Sin reservas acaba convirtiéndose en un drama bastante sencillo y (por fortuna) poco sensiblero que deja, sin embargo, espacio para algunos momentos puntuales que son más distendidos y humanizan a los personajes. La trama gira totalmente en torno a Kate, mostrándonos cómo le resulta difícil permanecer impasible ante los nuevos retos que le obligan a replantearse su forma de ser y de actuar. Teniendo esto en cuenta, el guión resulta en general apropiado y es llevado a imágenes con eficacia por el director Scott Hicks (Shine, Corazones en Atlántida).
Otros aspectos positivos a tener en cuenta son la fotografía de Stuart Dryburgh –quien muestra espléndida a Manhattan – y la banda sonora de Philip Glass, que cuenta con un par de temas realmente hermosos. Los actores sacan adelante sus personajes con solvencia, y aunque Catherine Zeta-Jones sea quizá la más floja del lote, lo compensa con su belleza serena e hipnótica. Sin embargo, la cinta acaba atrapada en su propia corrección formal y quizá hubiera resultado más provechoso de cara al espectador haber afrontado algunos riesgos que consiguieran hacer de él un producto redondo, sin reservas de ningún tipo. Pese a todo ello, queda un entretenimiento digno y una poco desdeñable reflexión sobre las obsesiones.