De la misma forma que el cine comercial de fiestas descerebradas que encarnan títulos tan prescindibles como los de la saga American Pie nos vende con frecuencia la idea de que desenlazar en mojigatería expía el desmadre previo, el género de los protagonistas infames que escandalizan a acompañantes circunstanciales parece justificar todos los atropellos de aquellos en tanto antes de los títulos de crédito hayan salvado sus pecados revelando su buen corazón y/o un pasado virtuoso que justifique la diversión a costa de sus excesos.
Tanto da si estamos ante un adulto grosero, una prostituta malhablada o un joven inmaduro, importa igual de poco si estos acompañan a un inocente niño, una anciana escandalizable o un pobre meapilas: la audiencia parece gozar el contraste chirriante, se revuelca con gozo en sus gracias bien por ver justificadas las propias miserias, bien por compartir la idea de que en el fondo el ser impresentable no tiene tanto de malo si uno lo acierta a conocer en profundidad.
En el caso de la primera película escrita y dirigida por Theodore melfi, esa contradicción llega al absurdo catártico que sugiere su título: el personaje encarnado sin esfuerzo por Bill Murray en una fusión con muchos de los rasgos biográficos conocidos del ex—Cazafantasmas, por más que borracho, putero, jugador empedernido y malhablado irritante, puede acabar siendo un santo. Y ya.
Para articular su discurso, Melfi se guía por un repertorio de lugares comunes tan trillado como para que solo la presencia de Naomi Watts, Terrence Howard o, sobre todo, Murray, justifiquen una producción que ni logra innovar más allá de la chusca beatificación del personaje de este último en función escolar (cómo no), ni logra entretener buscando cruzar alguna barrera cuando mucho antes muchas otras fueron igual o más maleducadas, en una competición innecesaria que hará brotar carcajadas en mentes simples cuando apenas merecería un ronquido.
Sí: las personas, como algunos personajes, son en muchos casos criaturas complejas, su repertorio de valores o méritos no siempre atiende a prejuicios, y cabe la posibilidad de esconder un pasado donde por encima de superficiales mezquindades haya logros reseñables. Lo cual no quita que una película en su intento de exponer esa idea y rendir culto a la zafiedad debería cumplir con alguna función de entretenimiento que la alejara de la mediocridad, especialmente en el caso de contar con mimbres de reparto como los de esta.
Para la época, recomendamos optar por la recuperación de un Bad Santa que resultaba más faltón y cuya redención bajo el aspecto de Billy Bob Thornton quedaba más apañada hace justo 11 años, que esta cinta de decadencia lastimosa. Y quienes sigan viendo tan divertido rendir culto a la grosería, bien podrían ceder a sus esfuerzos de involución y hacérselo mirar.