Una película fascinante por su tema, aunque después apenas supere el enunciado
Esta comedia dramática nos brinda la oportunidad, como la reciente Lucky You, de profundizar en ciertas paradojas que acogotan al actual cine comercial norteamericano y que, de no resolverse, podrían conducir antes de lo que pensamos a la desaparición de un modelo ideológico y narrativo hegemónico hasta hoy.
En el caso de este film de Lasse Hallström la paradoja parte del hecho de que, habiéndose labrado el director sueco en 1985 un nombre a nivel internacional gracias a aquella película cruda y sin concesiones titulada Mi Vida como un Perro, su carrera ha ido rebajando su listón creativo en aras del éxito comercial hasta el punto de que veinte años después se le identifica con una artesanía digna únicamente de audiencias aburguesadas y estatuillas doradas. Y otro tanto podría decirse de la productora y distribuidora de La Gran Estafa, Miramax, estandarte durante la pasada década del cine indie y reducida a principios del siglo XXI a una posición anodina en la industria USA. Lo grave es que estas concesiones al medio por parte de cineasta y productora han dejado de procurarles el reconocimiento mediático al que aspiraban, pues tienen lugar en unos tiempos convulsos para el cine en los que películas como Casanova, Una Vida por Delante o Chocolat (tres de las últimas realizaciones de Hallström) están lejos de haber despertado el entusiasmo crítico y popular, como ha pasado asimismo con producciones Miramax tan calculadas como La Prueba Oculta, Hollywoodland o Breaking and Entering.
Resumiendo: en un 2007 que ha coronado como cinta más taquillera en todo el mundo a Piratas del Caribe III: En el Fin del Mundo, que ha visto sometidos los Oscar a multitud de influencias foráneas, y en el que lo digital ha generalizado nuevos paradigmas dramáticos y formales, la pulcritud neoclasicista que representan Hallström y Miramax se asemeja a las treinta toneladas de peso que impidieron a los grandes saurios correr cuando vieron acercarse el gran meteorito.
La Gran Estafa es una plasmación ejemplar de estos problemas. Aunque la historia real del escritor Clifford Irving, que en 1971 logró sacarle a la editorial McGraw-Hill un millón de dólares por una presunta biografía autorizada del magnate Howard Hughes fabulada en última instancia a partir de archivos y manuscritos ajenos inéditos, hubiera podido dar lugar a muchas películas, la elección del guionista William Wheeler y de Hallström ha sido la más rancia: un desarrollo tan ágil como superficial de los hechos, siempre atento a resaltar los detalles pintorescos y a no forzar demasiadas reflexiones pese a que el personaje principal, la época en que se contextualizan los acontecimientos, y las electrizantes relaciones entre realidad y ficción que se desprenden de la trama, las pedían a gritos.
Era muy difícil que, con sua atractivos cimientos y desahogados planteamientos de producción, La Gran Estafa hubiese hecho honor a su título. Pero tampoco se esfuerza por pasar ese punto de inflexión que distingue una película verdaderamente conseguida, recordada con cariño, de la que apenas supone un alivio cultural durante dos horas. Y quizás sea mejor así, porque cuando intenta superarse a sí misma –véanse los momentos paranoicos, inquietantes, que jalonan el último tercio de metraje- no hace sino dejar en evidencia lo que pudo ser y se quedó en el camino.
Destacar por último a los actores, especialmente Alfred Molina (en el papel de Dick Suskind, desdichado amigo de Irving) y un Richard Gere a quien la madurez interpretativa está sentando tan bien como la física; y también la música, tanto la original compuesta por Carter Burwell como la esquinada selección de canciones de época.