Hace poco más de una década, sumergidos de lleno en el crescendo épico de la saga cinematográfica de El Señor de los Anillos, hubiera costado mucho encontrar a alguien capaz de aseverar que estaba hastiado y no tenía ganas de seguir visionando las sucesivas entregas que fueron llegando a nuestras pantallas entre 2001 y 2003. La experiencia visual que nos brindaba Peter Jackson por aquellas fechas invitaba a seguir enganchados a su manera de trasladar a imágenes la Tierra Media de J.R.R. Tolkien, pendientes de la resolución de la misión de Frodo y la Comunidad del Anillo.
Sin embargo, once años después del cierre de aquel deslumbrante trío de cintas, ya son bastantes las personas que se han cansado de la forma de plantear la adaptación de El Hobbit, donde en vez de recortar subtramas para poder meterlo todo en tres filmes se ha optado por alargar un argumento que, siendo razonables, apenas hubiera llenado un par de ellos. A estas alturas imaginamos que quedan dos posibles tipos de espectadores que acudan a las salas a ver La batalla de los cinco ejércitos: por una parte, quienes sigan entusiasmados con el universo de referencia y, por otra, aquellos que únicamente pretendan poner punto final al trayecto por la pantalla grande de un producto que ha terminado agobiando debido a las ansias de querer exprimirlo comercialmente sin rubor alguno.
Pese a todo, y centrándonos en la porción de saga que nos ocupa en este final de 2014, decir que tras el prólogo que supuso Un viaje inesperado, y habiendo presenciado el aumento de intensidad en La desolación de Smaug, esta tercera entrega se convierte en un fin de fiesta por todo lo alto, comenzando con la lucha inicial contra el dragón Smaug y acabando con la batalla del título, que abarca muchas peleas y escenas de acción; en ese sentido tal vez se trate de la película más cercana a la trilogía anterior de Jackson.
Además, los parecidos –y las inevitables comparaciones– con El Señor de los Anillos vuelven a aflorar en los temas que se abordan: la corrupción implícita al poder, el potencial de los pequeños seres para hacer cosas grandes... Nada que objetar, aunque todo nos suene a visto. Lo mismo sucede con las escenas de acción, los paisajes y esas batallas excesivamente artificiales, que parecen sacadas de algún videojuego. Imaginamos que el grado de interés con que afrontamos el visionado de esta cinta dependerá del nivel de déjà vu que nos provoquen sus diferentes segmentos, siempre a rebufo de aquella primera trilogía que marcó un antes y un después.
Más allá de las consideraciones relacionadas con los múltiples momentos de relleno y con el agotamiento del espectador, y teniendo en cuenta que el factor sorpresa ha estado ausente en todo momento, nos quedamos con las notables aportaciones de actores como Richard Armitage o Martin Freeman –¿cuándo le veremos en un film de Woody Allen, haciendo de alter ego del neurótico cineasta neoyorquino?– y con una épica desmedida que tal vez consiga entretenernos sin complejos cuando la encontremos en algún futuro pase televisivo.