Escuché preguntar a un venerado maestro de piano si en los largos años de su oficio había encontrado muchos casos de niño prodigio. “Ninguno” –respondió con firmeza- “pero padres de niños prodigio he encontrado a cientos.” La destreza en el piano y el ajedrez son disciplinas en las que los niños superdotados suelen demostrar su talento a edades muy tempranas. El cine se ha acercado a este tema en varias ocasiones y casi siempre con buena fortuna: El pequeño Tate (Jodie Foster, 1991), En busca de Bobby Fischer (Steven Zaillian, 1993), y el antecedente más claro de esta película, Shine (Scott Hicks, 1996).
Vitus narra la historia de un niño que en su primer aniversario deslumbra a todos los festejantes atacando en un piano electrónico el tema del cumpleaños feliz que acaba de escuchar sin apenas cometer errores. Esta secuencia grabada en video doméstico por su padre y excelentemente utilizada en la narración de la película, marca la obsesión de su familia, sobre todo de su madre, por convertirle en un prodigio, en un fenómeno con el que asombrar al mundo y conseguir una posición social más elevada. Su padre, ingeniero en una empresa de audífonos, asiste a la progresiva rebelión de su hijo hacía los métodos educativos y de entrenamiento que le imponen para exprimir sus habilidades, sin terminar de evitarlos.
Vitus escapa como puede de estas inexplicables imposiciones como la de apartarle de Isabel, la adolescente que le cuidaba por el mero hecho de que se divertía tocando rock&roll en el piano para ella mientras imitaba a sus estrellas favoritas. Sin embargo, encuentra un cómplice en su abuelo, un carpintero viudo y jubilado, que toda su vida ha soñado ser lo que es su nieto, diferente, extraordinario, y que consuela esta desdicha construyéndole maquetas aladas, magnífica metáfora de su anhelo.
La película está dividida en dos partes: la primera y mejor, donde se cuenta como el joven protagonista consigue dejar de ser extraordinario para ser normal en un excelente giro del guión; y la segunda, donde este resuelve un grave problema familiar y ayuda a su abuelo a conseguir su sueño. Si la primera parte está apoyada en el peculiar gracejo del niño Fabrizio Borsani que encarna a Vitus con 6 años, la segunda cuenta con Bruno Ganz interpretando a su abuelo, veterano actor suizo que ya ha conseguido lo que los grandes actores, llenar la pantalla con su sola presencia.
El conjunto da con una estupenda cinta dirigida con pulso firmísimo por el suizo Fredi M. Murer que hace de la neutralidad una virtud al narrar la historia con ausencia total de dramatismo y grandilocuencia, sin concesiones al público que espera personajes extremos, logrando la credibilidad que otras historias del mismo asunto no han conseguido.