La muerte de un personaje al que no llegamos a ver más que de cuerpo presente y en diversas fotografías antiguas, va a poner en marcha y hacer desfilar ante la cámara en Siete mesas de billar francés a una serie de personajes que tuvieron relación familiar o de amistad con el finado. Su hija y su joven nieto llegarán del norte hasta Madrid para reactivar el local que un buen día gestionara el desaparecido junto a su pareja, quien también se sumará a la iniciativa encaminada a recuperar la grandeza de unos billares donde van a darse cita tal número de intérpretes que el guión de la película en algunos momentos roza el protagonismo coral.
La nueva obra firmada por Gracia Querejeta (Héctor, Cuando vuelvas a mi lado) mantiene las constantes de su filmografía, trabajando un costumbrismo donde predomina el intimismo, así como los secretos y mentiras que acosan a cualquier familia de ficción que se precie (y en algunos casos incluso también a las de verdad). La cinta se sustenta sobre unas interpretaciones muy logradas, destacando nombres como Maribel Verdú, Blanca Portillo –estupenda– o Raúl Arévalo, por quedarnos sólo con tres de los integrantes de un reparto que también incluye a grandes secundarios. Tan sólo cabría meter en el saco de los errores de elección al engolado niño Víctor Valdivia, que acaba resultando casi tan repelente como ya lo fuera en La educación de las hadas.
En cuanto a la historia, digamos que empieza seria, exponiendo con sobriedad la trama, para luego ir adoptando tintes más propios de la comedia a partir de la aparición de alguno de los actores de reparto (Amparo Baró, Ramón Barea, Enrique Villén), que dan pie a situaciones más ligeras a las vistas hasta el momento. Son quizá estos los mejores minutos de la proyección, pero suponen un mero espejismo cuando, atravesado el ecuador del metraje, Siete mesas de billar francés se sume de nuevo en el melodrama hasta su conclusión.
A partir de ahí depende de lo que cada historia de las incluidas en el film haya calado en el espectador para conseguir mantener su atención hasta el final. Y es una lástima, porque todos los elementos están bien dispuestos para conseguir transmitir emoción, pero en el camino que transcurre hasta su plasmación definitiva en la pantalla se pierde algo que acaba por restarle enteros a un producto que de haber jugado más a la baza del humor tal vez recordaríamos en un futuro tan agradablemente como el agridulce tapiz humano de Tapas (José Corbacho y Juan Cruz, 2005).
Sin embargo, pese a su corrección, en esta se echa en falta algo más de humanidad natural. O quizá se debería haber dado menos trascendencia a ciertos hechos del guión que al fin y al cabo son el pan de cada día de ciertas familias. Algo que viene a la cabeza con, por ejemplo, esa sombra del padre que planea sobre el personaje de Maribel Verdú durante las dos horas de duración para resolverse finalmente de un modo demasiado simplista. Aun así, un estreno más que digno.