Birdman es una película hábilmente pergeñada, repleta de interés (mucho más en el momento actual), que lo tiene todo para convocar y aburrir a una parte importante de los espectadores.
Tras largos años en que las historias de cómic quedaban recluidas a las coloristas tiendas especializadas, la parte de su universo que componen los personajes superheroicos —que muchos toman por un todo, como si en el cómic no hubiera una enorme variedad de géneros—, es la reina indiscutible de la función, la fuente de inspiración de historias y espectáculo cuyas causas de éxito han sido enumeradas demasiadas veces en los últimos años como para volver sobre ello.
Alejandro González Iñárritu, al que podría considerarse un infiltrado si confundiéramos a Hollywood como una entidad con algún interés más allá del dinero que precisan las películas y el que pueden llegar a recaudar, ya había difundido en la promoción de Birdman un mensaje que se reproduce en la cinta recién estrenada: las películas de superhéroes son un “genocidio cultural”. Para el director mexicano, sus tramas van de “gente rica que tiene poder y que hace el bien y que mata al malo. No me gustan filosóficamente". Una grotesca simplificación que puede tener mucho de la exageración intencionada con que hacerse repercusión para presentar un nuevo producto, algo especialmente fácil de creer si atendemos a la lucidez con la que Iñarritu describe en Birdman todo el fenómeno del cine de y las distintas partes implicadas.
Aún así, su rotundidad tiene algo de cierto: si Hollywood y la industria en general siempre se han plegado a los filones para alimentar y sobreexplotar tendencias (como de hecho intenta incluso nuestro cine español, véanse Torrentes y secuelas anunciadas de Apellidos Vascos), encontrarse con una tan resistente y productiva como las adaptaciones de cómic ha de tener necesariamente un efecto pernicioso para el resto de producciones: muchas quedarán sin inversión, otras sencillamente sin espacio en el interés del público.
Desde esta publicación hemos defendido en muchas ocasiones que el repliegue sobre unas pocas marcas, sean de héroes de mallas y capa o guerreros galácticos, ha dado para una reunión de guionistas habilidosos que a la hora de insuflar vida a sus tramas son capaces además de plantear mensajes propios: los Batman de Nolan son quizá la mejor prueba de ello; con otro estilo, hay representantes como la tendencia de Marvel que inaugura la segunda parte de Capitán América y que en breve nos adentrará en la Civil War.
Ahora bien: la dualidad ya habitual cine arte-cine espectáculo, ha arreciado en esta polarización que afecta a muchas voces del cine, y entre ellas a la de Iñárritu. Y partiendo de ahí el director articula un mensaje que en la cinta que nos ocupa se desvela con minuciosidad y pericia, reproduciendo su discurso en varios planos.
Por un lado, la elección de un Michael Keaton que protagonizó una de las primeras muestras de lo que el cine de cómic podría alcanzar antes de que Batman cayese en las garras de Joel Schumacher (o de que Tim Burton perdiese el equilibro en su segunda parte), da para identificar a personaje y actor en una de tantas muestras de lo que algunos intérpretes pueden hacer cuando se les da más margen que el que conceden sus ajustadas mallas. Con él y su nombre, Birdman, tenemos un recurso que igual de llamativo que las declaraciones de Iñarritu está hecho para convocar a los espectadores a las salas, muchos de ellos limitándose a seguir al reparto (Naomi Watts, Emma Stone, un Edward Norton que aparece también retratado a su semejanza: símbolo de las actuaciones de exhibición) y a ese título que incluso muchos tomarán por la siguiente entrega de cine de superhéroes.
Después, en su trama, el intérprete que una vez fue ojo derecho de Hollywood, se enfrenta a la terca obsesión de dar arte de la forma que le resulta más pura cuando él representa todo lo contrario. Busca en el teatro un refugio en el que sanar sus evidentes desequilibrios mentales, siendo retratadas sus andanzas entre bambalinas con las formas de ese cine superheroico —aparenta manejar telequinesia pura y dura— en una atractiva confusión con la que la película juega hasta su mismo desenlace con la naturaleza de su personaje.
Esta dualidad entre reflexiones y puro show es el perfecto resumen de una cinta que no hace otra cosa que volcar diálogos en que todo se disecciona racional y simbólicamente, y que al mismo tiempo conoce que a la audiencia por esa vía apenas se la lleva al ronquido, que precisa del espectáculo hueco y entretenido, generoso en explosiones.
En la obra de teatro que se representa, además, las frases se suceden en un plano diferente realizándose preguntas que resuenan y vuelven sobre eso mismo: identidad, pasión auténtica… todo mientras se busca la forma de que el mensaje sea escuchado, que tenga una dignidad.
Por un camino sin descansos gracias a un adulterado único plano secuencia, se van presentando otros frentes en los que cabe la crítica (y la crítica a la crítica), las distintas formas en que la fama, hueca que sea, afecta a quienes la padecen con diferente proximidad, y lo fácil que resulta perder la perspectiva cuando uno se encierra en su camerino a escuchar solo la voz de su perturbada conciencia, y la alterna con explicaciones a la prensa o gente igualmente parte de la creación de una obra, que por su parte apenas será entretenimiento camino a la cena de la audiencia posh (porque aquello que aparenta ser trascendental para algunos, no es sino un pasatiempos prosaico).
Birdman es, en definitiva, una película admirablemente pergeñada, repleta de interés (mucho más en el momento actual), que lo tiene todo para convocar y aburrir a una parte importante de los espectadores que se desesperarán ante el exceso de palabrería de Iñárritu, que bien podría haber dejado por dimensiones de escenario y discurso en un teatro, pero que quiso llevar al cine conocedor de las herramientas que eran necesarias para ese salto. En esa forma de funcionar hay solo otra manifestación de lo acertado de la cinta, que en su habilidosa exposición justifica la concurrencia de cuatro guionistas y un director cargado de talento.
Queda por saber hasta qué punto había cinismo a la hora de manejar sus variables, si eran conscientes sus responsables de cómo les dejaba a ellos mismos el hecho de que la búsqueda del Santo Grial del arte sea solo mero entretenimiento que deja a muchos espectadores buscando a Birdman, o a cualquiera que busque enmascarado una justicia visceral y simplificada.