Ben Stiller vuelve a colaborar con los hermanos Peter y Bobby Farrelly tras el tremendo éxito que supuso Algo pasa con Mary (1998), y lo hace en una película que se amolda perfectamente al tono que predomina en la carrera del actor cómico norteamericano, pero también al de los dos directores que firman este Matrimonio compulsivo. Es decir, que de nuevo estamos ante una comedia gamberra e irreverente protagonizada por un pobre diablo que no hace más que recibir golpes, físicos y morales, mientras lucha por salir adelante en la vida.
La cinta es una versión de El rompecorazones (Elaine May, 1972), y su guión no se aparta demasiado de aquella. Stiller interpreta a Eddie, un cuarentón que siente que se le está pasando el arroz. Cuando conoce a Lila (Malin Akerman) cree haber hallado a la mujer de su vida, y las circunstancias les empujarán a contraer matrimonio con demasiada celeridad y sin haber llegado a tener tiempo de conocerse en profundidad. Poco a poco Eddie se dará cuenta de su gran error, y su luna de miel en México sólo conseguirá agravarlo, ya que allí saldrá a relucir la verdadera personalidad de su mujer.
Es mejor no engañar a nadie, así que no vamos a afirmar que Matrimonio compulsivo sea una obra maestra de la comedia. Eso sí, supone una ligera remontada dentro de la filmografía de los Farrelly, con más tropiezos que aciertos desde la mentada Algo pasa con Mary. Tenemos todos los elementos que han hecho célebres a sus películas y que les han granjeado tantos admiradores como detractores: personajes estrambóticos y esquizofrénicos, caídas y golpes exagerados, secreciones corporales de todo tipo, detalles de sexo bruto... eso sin olvidar los chistes hirientes de diversas clases (homófobos, machistas y finalmente algunos de tetaculopedopis). Además, contar con Ben Stiller para encarnar al protagonista ayuda a meterse en harina, ya que de nuevo le tenemos haciendo el personaje típico del que es muy difícil disociarle.
Al final todos estos ingredientes dan lugar a una mezcla agradecida que no se hace demasiado indigesta (si se soporta el exceso de canciones que suenan de fondo casi a cada momento). Los chistes tienen gracia –siempre y cuando se comulgue un poco con el estilo de los realizadores–, y pese a determinados bajones de interés a lo largo del metraje siempre hay una escena que logra volver a captar la atención del espectador (por ejemplo, justo al final, con la breve aparición de Eva Longoria). Así pues, pese a todos sus defectos acabamos presenciando una comedia digna para reírse a gusto en más de una ocasión.