Cuentan los responsables de la producción de Into The Woods que a pesar de que el proyecto de llevar a cine el musical estrenado en Broadway en 1987 empezó a gestarse después del éxito del director Robert Marshall con Chicago, este recibió un peculiar empujón cuando en el décimo aniversario de los atentados del 11 de septiembre Obama se dirigió a las víctimas con un “Nadie está solo”.
Podríamos dejar al margen el optimismo de una frase cuya eficacia sanadora no parece vaya a sofocar la pérdida que sigue latiendo diez años después, pero lo cierto es que se relaciona de una forma directa con la intención que existía en Into The Woods de actualizar los cuentos clásicos, algo que establece una relación con la función que estos cumplen como mitigadora de la realidad y con el poder evasivo de la ficción.
Ese revisionismo, al menos en apariencia, fue el que hizo que la historia original de Stephen Sondheim fuera recibido con los brazos abiertos en las oficinas de Disney: el giro tras recopilación de cuentos clásicos les parecía una gran aportación que despertó todo su entusiasmo. Aunque conociendo los mecanismos de las grandes productoras, poco margen queda para la ingenuidad respecto a qué era lo que verdaderamente atraía de ella: no tanto incentivar una relectura de texto alguno, como emplear elementos con potencial de marca (el musical, Cenicienta, Caperucita Roja…) y contar con una nueva excusa para venderlos. Una vez más.
Into The Woods, curiosamente, llega a las carteleras en un hueco en la agenda de recuperaciones de esos mismos clásicos y por esa misma compañía: el pasado año llegó la versión en carne y hueso de Maléfica, este año tendremos Cenicienta, y se ultima el casting de la misma fórmula para La Bella y La Bestia, para el cual Emma Watson acaba de ser confirmada como protagonista. En ese sentido es difícil creer que más allá de la probada capacidad para convocar a la audiencia, sea intención prioritaria actualizar mensajes, definidos de forma directa como peligrosos (o cuando menos arriesgados) en la letra de la última de las canciones de la película que nos ocupa. Aunque, para ser justos, la ya estrenada que es Maléfica sí ha recontado su historia y ha redefinido el papel de la villana de la función.
Abordada al margen de estas cuestiones, Into The Woods es un correcto musical arropado por la iconografía popular de los cuentos en que se apoya y un reparto con algunos grandes nombres de función más o menos útil: no es ya que el papel de Johnny Depp sea menor, es que las cuitas y aflicciones de sus protagonistas quedan reducidas frente al peso de las canciones, motivo por el que es fácil desconectar ante la planicie emocional de quienes contemplan la pérdida de sus familiares con apenas una mueca previa a la siguiente interpretación interminable (el tipo de rarezas que, bajo la excusa del musical, los defensores del género asumirán con normalidad).
Con todo lo que su relato tenga de vehículo sometido al show y acomodado por el uso de clásicos de la ficción, la extensión del nudo argumental cuando apuntaba desenlace —y que quiebra al ‘Happy Ending’—, junto a alguna de sus frases, lo elevan por encima de la categoría de la media. Al fin y al cabo, la más cruda declaración que hemos escuchado en tiempo sobre el amor se la dicen el Príncipe y la Cenicienta quitándose velos de pasiones efervescentes: “Eternamente amaré a la princesa que huía”, dice él, “Y yo al príncipe en la distancia”, le responde ella. Un mensaje de lucidez arrolladora, lamentablemente lapidado entre eso que tanto sobra en los musicales: las canciones.