Mal comienza una película cuando durante su arranque y los minutos inmediatamente posteriores casi todas las bazas que va jugando nos recuerdan poderosamente a obras que se hallan instaladas en el imaginario colectivo desde hace varias décadas; eso cuando no están directamente tomadas de aquellas, demostrando nula imaginación por parte de sus responsables. En el caso de Autómata, es imposible concebir la posibilidad de su existencia sin tener un film como Blade runner (Ridley Scott, 1982) en mente. También cuesta abstraerse de unos parámetros robóticos que beben directamente de las leyes de la robótica pergeñadas por Isaac Asimov, y fijadas definitivamente en relatos como Yo, robot.
Sin embargo, más allá de una atmósfera que fusila sin rubor la del mentado clásico que adaptaba al maestro Philip K. Dick –se roza la vergüenza ajena al ver la poca imaginación desplegada– el espectador siente cierta curiosidad por ver cuánto han dado de sí los escasos cinco millones de euros que ha costado esta producción hispana de ciencia ficción, y al menos durante un primer tramo de la cinta incluso tenemos la esperanza de estar ante una especia de rara avis dentro de nuestra cinematografía.
Autómata hilvana una trama de género negro repleta de preguntas que, sin embargo, no encuentran una respuesta satisfactoria a lo largo de su desarrollo. A medida que se van descubriendo las cartas en juego se pierde el interés, ya que no hemos desarrollado la empatía necesaria con los personajes humanos o robóticos. No terminamos de entender el contexto, las motivaciones de la mayoría de partícipes se nos escapan, y por tanto no sabemos si se están moviendo por la senda correcta o camino de su perdición. Por marcar un punto de inflexión en la película, en el momento en que los personajes se adentran en el desierto radiactivo podemos dar la historia por difunta, y eso que todavía nos aguarda por delante casi la mitad del metraje.
Si el armazón argumental del film parece surgido de una tormenta creativa entre amigos en un bar, la forma en la que se ha rellenado tampoco convence demasiado: se buscan las reflexiones trascendentes de baratillo, pero se cae en el aburrimiento y en unas conclusiones ingenuas (cuando las hay). La sólida factura técnica –la fotografía y las localizaciones convencen, qué duda cabe– no basta para soportar un producto frío donde prima el esteticismo sobre la originalidad, y la interpretación de Antonio Banderas bascula entre lo meramente correcto y una sobreactuación digna de ser heredada por Nicolas Cage en algún futuro remake americano. Una pena.