Para mantener esta saga a flote sus artífices están arrasando con todas las leyes de la lógica, el tiempo y el espacio
Habíamos dejado muertos al final de Saw III a John Cramer, ese enfermo terminal cuya terapia paliativa consistía en diseñar retorcidos mecanismos de tortura con los que atormentar física y psicológicamente a quienes “no celebran la vida”; y a su aprendiz Amanda, revelada como tal en Saw II tras superar satisfactoriamente su propia prueba de fuego en Saw.
No creo que servidor fuera el único en preguntarse cómo se las iban a apañar los artífices de esta saga para estirar un argumento cuyo valedor, el psicópata Puzzle, había sido sometido en Saw III a una operación artesanal a cerebro abierto y a una semidecapitación con una sierra de carpintero. Los cínicos pensarán que eso no importa, que cualquier excusa hubiera bastado para producir una nueva entrega, cumplir anualmente en los cines con la festividad de Halloween, y hacer caja. Y aunque no les falte razón, nos parece innegable que los leit-motiv de estas películas —es decir, las sorpresas y la justificación "moral" de las torturas— están obligando a sus responsables a una sofisticación (¿arbitrariedad?) narrativa que despierta cierto morbo, y que en Saw IV llega a extremos enloquecedores, aunque camufle en todo caso una vaciedad absoluta.
Resulta complicado, para empezar, hacer una sinopsis cabal del film. Apuntemos que de nuevo es un oficial de policía (como en las dos cintas previas) el obligado a superar una serie de pruebas que le permitirán “vencer sus obsesiones”. Y que el pasado de Puzzle sigue siendo desvelado, adquiriendo en esta ocasión su ex-mujer una gran importancia. Hasta aquí podemos leer, que decía el concurso, no sin antes avisar que el espectador habrá de tener muy frescas en la memoria las peripecias ocurridas en anteriores entregas si quiere sobrevivir a ésta, pues el relato no solo roza lo incomprensible por la cantidad de personajes y escenarios relacionados; se permite además el lujo de introducir activamente a víctimas que habíamos olvidado en algún pringoso rincón una o dos películas atrás, y se desarrolla en un tiempo real (noventa minutos) que dificulta atar cabos y que, para colmo, no progresa respecto a los demás episodios, sino que en buena parte se simultanea con ellos.
Estas características están otorgando a la saga cualidades progresivamente pesadillescas, en los límites de la realidad, que brillaban por su ausencia en Saw I y II. Y repercuten en una nula verosimilitud de los hechos (a menudo cuasiparódicos), realzada por lo que constituye en el fondo el principal problema de Saw y sus continuaciones: la miseria de sus aspectos técnicos, desde los irritantes efectos de realización y montaje, al look Serie Z de actores y localizaciones. En Saw IV la cosa va más lejos e impregna los diálogos, tan absurdos que no cuesta imaginarlos en boca de Charlie Sheen y Anna Faris. Pregunta: “¿Qué siente al descubrir que el hombre que amaba era una bestia inhumana que disfrutaba martirizando sádicamente a personas inocentes?”. Respuesta: “Ese era un aspecto suyo ajeno a nuestra relación”. O, pregunta: “¿Cómo habrá podido instalar en una habitación de motel este descomunal aparato de torturas?”. Respuesta: “Pieza a pieza. Como un kit”.
Cuesta tomar en serio unas películas que han convertido la ruptura de todas las leyes conocidas del tiempo, el espacio y la lógica en rutina.