Típica película de tesis con aspiraciones a los Oscar, en la que el cine es secundario
Washington: Janine Roth (Meryl Streep), una veterana periodista, entrevista a Jasper Irving (Tom Cruise), un senador republicano que acaba de poner en marcha una nueva estrategia de combate en Afganistán. California: Todd (Andrew Garfield), un estudiante universitario lleno de talento pero vencido por la pereza, debate con su tutor, Stephen Malley (Robert Redford), la necesidad de tomar parte activa en los sucesos que configuran nuestro presente. Afganistán: bajo fuego talibán, dos antiguos alumnos de Malley, Brian (Derek Luke) y Ernest (Michael Peña), dan fe del riesgo que supone llevar a la práctica ciertas convicciones.
Hace más por el séptimo largometraje de Robert Redford como director ese postrero inserto televisivo en el que la noticia de una reciente ofensiva norteamericana en Afganistán compite en desventaja con la teletienda y con los escándalos de una estrella del rock, que sus noventa minutos previos, mezcla desafortunada de teatralidad y dialéctica. El guionista del film, Matthew Michael Carnahan, se delata cuando comenta que “al principio pensé que estaba escribiendo una obra [de teatro], pero luego me di cuenta de que debería ser una película que rompiera el tabú que existe actualmente contra cualquier conversación sustancial”.
Loable propósito, que se salda sin embargo con un aprobado justo cuando Leones por Corderos aspiraba a la matrícula de honor, que hubiese obtenido de haber hecho justicia a su demoledor argumento último, que gira en torno a la apatía —cobardía— en que nos hallamos sumidos los ciudadanos de Occidente, explícita en ese gesto que consiste, como apunta Carnahan, en “no prestar atención al rumbo de las cosas, cambiando de canal para permanecer ajenos a lo que sucede detrás de las cómodas superficies de nuestras vidas”.
¿Resultan temas “importantes” y “comprometidos” como el intervencionismo militar estadounidense, la ética periodística, las muy diferentes maneras de entender el patriotismo o el compromiso con la realidad, tan atractivos de por sí como para sobrevivir a la torpeza expositiva de Leones por Corderos? Un viejo debate, el de fondo y forma, que no creemos importe mucho a Redford, admirable paladín progresista del cine independiente, las minorías étnicas y el medio ambiente, y orgulloso estandarte de unos principios humanistas que ya había subrayado, a costa de las ambiciones estrictamente formales, en cintas como Gente Corriente (1980), El Río de la Vida (1992), la magnífica Quiz Show (1994) o El Hombre que Susurraba a los Caballos (1998).
De Leones por Corderos nadie podrá decir que carezca de las mismas inquietudes morales, más ambiciosas incluso. Su gran problema es que las tres líneas narrativas que hemos resumido en el primer párrafo de esta reseña se concretan, en el caso de Washington (la política) y California (la ética), en forma de interminables diálogos entre antagonistas sin vida más allá de sus proclamas respectivas, a menudo de un didactismo irritante; y en cuanto a la localización en Afganistán (la práctica), da la impresión de que sólo se incluye para prestar acción al conjunto, sin que aporte nada que no quede claro —demasiado claro— en los otros segmentos de la cinta.
Por otro lado, la elección de estrellas carismáticas —Cruise, Streep y el propio Redford, impecables los tres— para encarnar los principales papeles, con las servidumbres que eso conlleva en cuanto al diseño de sus personajes; y los desenlaces heroicos de dos de las tramas de la película, música grandilocuente incluida, nos fuerzan a recordar que estamos ante un producto con un objetivo evidente, los Oscar. Y —aquí entramos en el terreno de los prejuicios, inadmisibles en un crítico respetable— de las películas con olor a Oscar hemos aprendido a desconfiar hace mucho tiempo. Tanto en lo que se refiere al rigor de sus planteamientos, como en lo que toca a su fecha de caducidad.