Suntuosa combinación de melodrama y espectáculo que guionistas y realizador no saben llevar a buen puerto
Segunda entrega de lo que presumiblemente acabe convirtiéndose en trilogía sobre la reina Isabel I de Inglaterra (1533-1603), con Cate Blanchett como protagonista y Shekhar Kapur como director. La Edad Dorada es, por tanto, continuación de Elizabeth (1998), film que abarcaba la subida al trono de la princesa protestante tras la muerte de la católica María Tudor (1558), el restablecimiento en las islas del anglicanismo, y la transfiguración de la propia Isabel en esa Reina Virgen que, en palabras de su fiel consejero Sir Francis Walsingham (Geoffrey Rush), debía “reinar excelsa, rozar lo divino aquí en la Tierra, como algo más grande que uno mismo a lo que venerar”, renunciando a las emociones que la asemejaban al común de los mortales.
No puede negarse que La Edad Dorada atiende a esa evolución del personaje, para el que han pasado más de veinticinco años cuando arranca la película (1585), y que adquirirá en el desenlace cualidades casi divinas a costa de su inmersión en un “lado oscuro” sobrehumano que la desligará definitivamente de quienes la rodean. Sin embargo, no es el aspecto más relevante de una película cuyos guionistas, Michael Hirst (firmante asimismo del libreto de Elizabeth) y William Nicholson (entre cuyos créditos figuran, premonitoriamente, títulos tan heterodoxos en el género que nos ocupa como Gladiator y El Primer Caballero), tampoco parecen estar muy por la labor de profundizar en las intrigas religiosas entre católicos y protestantes que se circunscribían en el primer film a Inglaterra y, en La Edad Dorada, derivan en guerra abierta contra la España de Felipe II.
Porque lo que caracteriza ante todo a La Edad Dorada es su concepción melodramática de los acontecimientos, que durante gran parte del metraje quedan reducidos además a la esfera doméstica: Elizabeth y su dama de compañía más fiel, Bess (bellísima Abbie Cornish) se enamoran del explorador y pirata Walter Raleigh (un radiante Clive Owen), generándose así un triángulo amoroso en el que ambas mujeres competirán con estrategias de seducción opuestas y complementarias —que la monarca y su preferida se llamen igual facilita una lectura evidente sobre sus respectivos papeles—, por los favores de un Raleigh que simboliza a su vez una libertad inalcanzable para Elizabeth.
Este personaje masculino cumple, por añadidura, una función que sobrepasa el ámbito de la ficción: con sus fascinantes narraciones sobre el Nuevo Mundo, América, del que trae maravillosos presentes que descolocan a la reina y a sus súbditos; y con sus aires desenfadados que propulsan la narración al terreno del relato cortés, en el que florecen apasionadas cabalgatas por la campiña, bailes en los que se subliman las emociones, y una atmósfera conspirativa propicia para las confidencias ardientes y las explosiones de celos, Raleigh está introduciendo en La Edad Dorada un virus contra el que no estábamos preparados, el del Hollywood clásico.
Ello supone un sorprendente giro de timón respecto a Elizabeth, anclada en una tradición representativa de lo histórico típicamente británica, marcada por el peso de lo teatral y lo realista, y revitalizada a partir de los setenta por cineastas tan dispares como los Monty Python (no es una broma), Derek Jarman o Kenneth Branagh. En cambio, para encuadrar en el contexto adecuado La Edad Dorada hay que remitirse a producciones Warner de hace sesenta años como La Vida Privada de Elizabeth y Essex (Michael Curtiz, 1939) o El Halcón del Mar (Michael Curtiz, 1940). Ese tipo de películas de época irrespetuosas y arrebatadas que, como dijo el presidente norteamericano Woodrow Wilson a propósito de El Nacimiento de una Nación (1915), escribían la Historia “a base de relámpagos”.
Es una elección creativa que Kapur admite sin rubor: “Desde el momento en que creas un icono como el de la Reina Virgen, ya has entrado en el campo de la mitología. Y los mitos no son coherentes históricamente”. No es fácil, en cualquier caso, remedar unas fórmulas cinematográficas calculadas, testadas y refinadas durante años por el Hollywood de los grandes estudios, y a Kapur le falta mucho para igualar el impecable oficio de un Michael Curtiz. La Edad de Oro no resulta tan tosca como Elizabeth, pero a su realizador se le siguen acumulando sin orden ni concierto las tomas cenitales, las escenas telegráficas, los bruscos cambios de escenario y hasta de plano, y los subrayados musicales y simbólicos (en esta ocasión los vidrios, como se encarga de explicitar burdamente la mismísima Elizabeth en su conversación con un pretendiente austriaco).
De las irregulares calidades formales de La Edad Dorada dan cuenta la enésima interpretación bochornosa de Jordi Mollá en la piel de Felipe II, y unos últimos minutos de espectáculo épico y patriotero, a cuenta del fracaso de la Armada Invencible, tan catastróficos como el destino de la flota española. Que Kapur y sus guionistas hayan decidido rendir armas a modelos cinematográficos ajenos a la tradición en que se inscribía Elizabeth, seguramente con el objetivo de incrementar la taquilla de esta segunda parte, se nos antoja una decisión arriesgada y, a la vista de su concreción, saldada con un tropiezo casi fatal.