Producto crítico facturado con mimo por los progresistas de moda en Hollywood, aunque no es tan brillante como aparentan su tema y sus calidades formales
No sabe uno quién dijo aquello de que sólo los niños y los locos dicen siempre la verdad. En cualquier caso, no cabe duda de que el guionista, y ahora también director, Tony Gilroy ha tomado buena nota del proverbio. El título de su ópera prima es el nombre de su supuesto protagonista (encarnado por George Clooney), un tipo encargado de lavar discretamente los trapos sucios de los miembros y clientes de un prestigioso bufete neoyorquino. Pero Clayton hace poco más que servir como guía un tanto desdibujado del espectador en ese universo tenebroso que algunos llaman “cultura corporativa”, y en el que sólo brillan dos luces trémulas: la que representa Arthur (Tom Wilkinson), un veterano colega del bufete cuya súbita recaída en una depresión amenaza el rumbo de un caso tan beneficioso como turbio para la firma; y la que alienta el hijo de Clayton, obsesionado con un libro de rol que ofrece muchas pistas sobre lo que pretende transmitirnos Gilroy.
Porque si el que ha sido guionista de las tres aventuras de Jason Bourne nos ha dejado claro que la única manera en que el superagente encarnado por Matt Damon podía adquirir libertad y dignidad respecto de una organización en la que había ingresado voluntariamente era accidental (la amnesia), lo mismo cabe decir de Arthur, a quien dejar de tomar su medicación antidepresiva le desequilibra mentalmente haciéndole caer, sin quererlo, en un estado de lucidez moral del que antes carecía. Lucidez que le excluye automáticamente del tablero en que se desenvuelven esas personas “normales” que saben atenerse sin pestañear a las reglas más repugnantes del juego de la vida, adoptando para ello las caretas que precisen en cada momento.
En esto Gilroy es muy negativo, o quizás realista. Tampoco Clayton reaccionará cuando Arthur le cuente que, como abogado de la firma, ha estado defendiendo durante años a una multinacional agroquímica cuyos productos son mortales para los granjeros. Necesitará que las circunstancias le pongan contra las cuerdas para hacer algo al respecto, aunque la película le permita finalmente una gran escena de redención y justicia. Por algo Clooney es, como decíamos, el titular de la película, la estrella, y también el productor, junto a una impresionante nómina de reconocidos liberales de Hollywood: Sydney Pollack, Steven Soderbergh, Anthony Minghella… especialistas todos ellos en señalar al sistema con el dedo, dejar un rayito de esperanza humanista, acaparar Oscars, y no encontrar paradójico ir de concienciados a la vez que posan con Isabel Preysler para anuncios de Porcelanosa o ruedan cosas como la saga Ocean’s.
Michael Clayton se desvela así, tras bastantes minutos de verdadera complejidad, como un producto bastante más convencional y derivativo de lo que parece, al que aportan muchos enteros la música de James Newton Howard e interpretaciones tan extraordinarias como la de Tom Wilkinson; y en el que Gilroy se desenvuelve mejor, curiosamente, tras la cámara que como escritor. En este último aspecto recurre a artificios como la voz en off inicial o un retroceso en el tiempo que no aportan demasiado a una historia que peca por lo demás de algo plomiza. Sin embargo, como realizador primerizo —y con la ayuda del director de fotografía Robert Elswit (Buenas Noches y Buena Suerte, Syriana)—, se maneja muy bien con el formato panorámico, las tomas largas y los movimientos de cámara, como en una brillante escena de asesinato o en el plano final. Si en su próximo proyecto, Duplicity (2009), puede escapar de las garras de Clooney y sus enrollados secuaces, veremos de lo que es capaz en realidad.