Abel Morales (Oscar Isaac) es un empresario combativo, que pugna por hacerse con la posición de dominio en la distribución de combustible para calefacciones en la Nueva York de principios de los 80. Su tenacidad viene de la mano de un carácter atrevido, que le lleva a asumir riesgos cuando considera que son parte de su cruzada, fiándolo todo a su carácter trabajador y a la creencia en unos principios que le alejen los atajos que reprueba.
Abel, no obstante, no lo tiene fácil. Porque en la descarnada competencia que se vive en el sector todo parece permitido. Porque la policía en lugar de asistirle cuando padece robos en sus camiones, le hostiga considerándolo sospechoso de males inconcretos. Además, los sindicatos amenazan con hundir su reparto si no encuentra forma de proteger a sus conductores, algo que apenas podría hacer sin cruzar una de las varias barreras que se ha marcado como límite.
La presencia más ausente que marca sus pasos, es la del entorno de su mujer, interpretada por Jessica Chastain. Hija de un conocido mafioso, su linaje sirve de cobertura para las sospechas de la policía de Nueva York, sugiriendo permanentemente un recurso del que Abel no quiere saber, y que en el metraje de la cinta se revelará como el elemento de fricción más delicado en la situación de su protagonista.
J.C. Chandor, director y guionista de la función, estrenó el pasado año Cuando todo está perdido, una cinta que como la actual se desarrollaba entre situaciones de tensión ajenas al efectismo de la pura ficción, que se hacen tangibles y colocan a sus protagonistas en encrucijadas en un entorno adverso. En aquella ocasión el personaje de Robert Redford se encontraba en alta mar, varado en su barco dañado; en esta Abel se encuentra en mitad de la ciudad, acuciado por los préstamos y el repertorio de problemas que hacen de la lucha empresarial una labor casi imposible.
Empleando un grado de sobriedad equiparable al de aquella cinta, Chandor apuesta por un formato elegante en que la propia situación transmita todas las emociones, donde el aparente desenlace abandonado en cualquier punto de sus agónicas andanzas, ha mostrado ya lo que se proponía: que incluso con todos los esfuerzos del mundo, con toda la habilidad y voluntad, hasta los personajes nobles deben conocer el terreno frágil y pantanoso por el que caminan.
Con semejantes mimbres, es cierto que El año más violento puede resultar decepcionante a quien busque una literalidad en su título que nos adentre en las entrañas del género mafioso o nos lleve a propuestas excesivas de rasgos Tarantino. En su lugar cumple a la perfección con su función, y sirve como retrato de una lucha empresarial cuyos matices en pocas ocasiones son reflejados con tanto acierto.