Al escritor de este film y de 'Leones por Corderos' le queda mucho por aprender como guionista
Sería equivocado tachar La Sombra del Reino, como han hecho algunos críticos estadounidenses y sospechamos que harán muchos de sus homólogos españoles cegados por los prejuicios, de película patriotera y paternalista. Aunque sólo fuera porque firma su guión Matthew Michael Carnahan (Leones por Corderos) y su producción Michael Mann (El Dilema, Miami Vice), convendría leer este thriller de acción ubicado en Arabia Saudí con más atención que la depositada distraídamente sobre sus aspectos más convencionales. Que aun siendo bastantes, no cabe negarlo, tanto a niveles argumentales como ideológicos, no son tan determinantes a la hora de calibrar el fallido balance final de La Sombra del Reino, como sí lo es la incapacidad para combinarlos armoniosamente con otras inquietudes asimismo presentes y más ambiciosas.
El guión de Carnahan desarrolla el viaje de una unidad forense al país árabe para investigar las circunstancias de un terrible atentado contra una de las bases militares norteamericanas allí establecidas. Como todo el mundo sabe —y si no es igual, nos lo explican unos magníficos títulos de crédito— Estados Unidos mantiene una férrea relación de amistad con la dinastía gobernante en aquella nación, basada en el hecho de que el primero de ambos países es el mayor consumidor mundial de petróleo, y el segundo el mayor productor. Tal status quo nunca es cuestionado por Carnahan. Salvo por aspectos de muy poco alcance, como lo relacionado con algún policía local a quien se pinta como un sádico porque se le va la mano en los interrogatorios (ojo, contra quien no debe), en principio se establece con naturalidad que “los malos” son los terroristas musulmanes, y “los buenos” las autoridades saudíes, sus funcionarios más abnegados, y los estadounidenses, especialmente por lo que toca a ese grupo de superhéroes, liderados por Jamie Fox y Jennifer Garner, que campan a sus anchas por territorio colonizado repartiendo chicles o balazos según se hallen más o menos poseídos por la ira de los justos.
Vista así, la cinta desde luego no sobrepasaría la condición de artefacto propagandístico y catártico propio de unos tiempos que para Estados Unidos, o al menos para su presidente, son de guerra. Y para cumplir eficazmente esa función, que en el pasado de Hollywood ha sido encomendada a películas tan diferentes como Los Verdugos También Mueren (1943) o Rambo (1985), La Sombra del Reino se habría sometido a un reciclaje más que nada formal: el director Peter Berg imita aceptablemente el estilo docudramático puesto de moda por Paul Greengrass (United 93), Michael Winterbottom (Un Corazón Invencible) o Stephen Gaghan (Syriana), lo que redunda en una mayor verosimilitud de la imagen, de los atentados, de las complicaciones diplomáticas y las escenas de acción, y disimula las monolíticas concepciones ideológicas de base y el esquematismo de los resortes emocionales.
Pero lo chocante es que cada tantos minutos, y sobre todo en su desenlace, La Sombra del Reino se permite unos apuntes críticos tan explícitos y tan contrarios a su sentido general, que uno llega a preguntarse si Matthew Michael Carnahan no estará jugando con las expectativas del espectador para revolverle sin aviso con algo que no había acudido al cine a buscar. Finalmente, la solución al enigma nos parece más sencilla. A Carnahan, como demuestra también Leones por Corderos, le queda mucho por aprender como escritor, y debería tener claro a qué aspira en el ámbito de producción en el que está iniciando su carrera. Porque cuando se quieren conjugar escenas de atentados contra civiles con otras de acción a lo Jack Ryan, y lamentar el sinsentido de las espirales de venganza y represalias mientras los protas acribillan a decenas de enemigos con piruetas acrobáticas, y concienciar al público recurriendo a clichés, lo que termina reinando y arrojando una larga sombra sobre el cine es la confusión.
La Sombra del Reino no es un monstruo ideológico contra el que combatir, sino un desdichado aborto fruto de la unión entre un guionista lleno de buenas intenciones y falto de un manual, y un sistema reproductor de películas que en vez de ejercer apasionadamente su labor, la lleva a cabo midiendo cada movimiento pélvico.