La deriva adoptada por la carrera de Liam Neeson está provocando más reacciones negativas que positivas entre aquellos que consideraban al irlandés un actor de prestigio. Sus papeles protagonistas en la saga de Venganza, o sus colaboraciones con Jaume Collet-Serra –de las cuales Una noche para sobrevivir es la tercera– han ido socavando una carrera que nunca pretendió negar su vertiente comercial, pero que ya había legado para la posteridad un puñado de personajes innegablemente carismáticos. La industria cinematográfica, tan conservadora casi siempre, sigue tentando a Neeson con este tipo de roles de tipo duro, y él de momento no parece remolonear demasiado a la hora de aceptar.
El principal problema del film que aquí nos ocupa es la sensación de que ha sido realizado en automático. El poco conocido Brad Ingelsby firma un libreto donde se aprecian ecos a muchas cintas que ya hemos mencionado en críticas anteriores de películas del actor protagonista –Charles Bronson y los justicieros que encarnaba como principal referente, de nuevo–, aunque también nos vienen ramalazos de Camino a la perdición (la película de Sam Mendes basada en un cómic), debido al entramado que supone el nudo principal de la historia, con un par de padres enfrentados por culpa de uno de sus hijos, una oveja negra descarriada que pone en marcha un mecanismo de venganza complicado de detener.
Collet-Serra le pone ganas, y se aprecia la evolución de su oficio desde que comenzó a trabajar en tierras norteamericanas con Sin identidad. Algunas transiciones visuales del director catalán llaman la atención y sirven para hacer más llevadera una trama que, por desgracia, se ve abocada a ser visionada con ese mismo piloto automático que antes mentábamos y con el que, a su vez, también se pasean por la pantalla el propio Neeson, seguramente debido a la reiteración en lugares comunes de este tipo de cintas y a nuestra saturación tras visionar varias veces al año, cual día de la marmota, un argumento que adivinamos casi escena a escena y frase a frase. Menos mal que Ed Harris sabe dar miedo sin necesidad de abrir la boca, y compensa el conjunto.
Aunque se aprecien los aires meditabundos de su primer tramo –encontramos a un Neeson más apagado que en sus otros trabajos de este estilo–, una vez que la acción mete la directa cuesta defender un trabajo que obviamente satisfará a quienes gusten de lo trepidante (peleas, tiroteos, persecuciones a pie o motorizadas), porque sabe entretener, pero que nos vuelve a presentar un modelo cinematográfico que ya suena a puro cliché: el de padre combativo que mueve cielo y tierra para proteger a su familia (en este caso su hijo, un limitado Joel Kinnaman que resta enteros al conjunto cada vez que aparece en pantalla). La sensación al abandonar la sala es que nos han dirigido con cierta eficacia hasta la conclusión de la historia, pero sin lograr dejarnos ni rastro de auténtica sustancia.