Es más entretenido y clarificador hablar de esta película que verla
Finalizada la Primera Guerra Mundial, la joven aristócrata Constance Chatterley (Marina Hands) se instala con su marido Clifford (Hippolyte Girardot), paralítico como consecuencia de su participación en el frente, en un caserón de campo. Allí Constance languidece hasta que conoce a un guardabosques al servicio de Clifford, Parkin (Jean-Louis Coulloc’h), con el que inicia una apasionada relación.
Malo cuando una película propicia infinitas reflexiones teóricas a propósito de su resolución formal, pero no ese ‘temblor del corazón’ al que alude uno de sus protagonistas. Malo cuando esa película incluye una de las mejores secuencias del año —aquella en la que Constance se duerme contemplando trabajar a Parkin y despierta a un nuevo mundo, el de un presente pleno y autosuficiente—, y luego insiste en el mismo registro hasta malograr el efecto pretendido. Malo, en suma, que Lady Chatterley aspire a releer con ojos de hoy un clásico caracterizado por lo revolucionario de sus propuestas en el momento de su publicación, y termine desvelando más incoherencias ideológicas y más limitaciones expresivas que el original literario.
Éste es, evidentemente, “El Amante de Lady Chatterley”, novela con la que el visionario reformista D.H. Lawrence (1885-1930) le echó un largo y complejo pulso a la sociedad británica, hasta el punto de firmar tres versiones de su obra (editada al fin en Italia dos años antes de su muerte), cada una de las cuales respiró al ritmo de la progresiva desinhibición moral de la opinión pública de su país. La segunda, “John Thomas and Lady Jane”, ha sido la escogida para su adaptación por la directora francesa Pascale Ferran al considerarla ‘la más moderna’ y ver en ella ‘la descripción más prolija de una relación amorosa; Constance y Parkin interactúan permanentemente’. Es la mejor manera de describir su película, centrada casi en exclusiva a lo largo de dos horas y cuarenta minutos en ese presente activado por el deseo de Constance.
Para lograr el propósito de plantarnos con naturalidad frente al affaire de aristócrata y guardabosques, Ferran elude cualquier tipo de artificio audiovisual salvo en lo relativo a la música original de Béatrice Thiriet y la de Sibelius, y a los obligados detalles de época. La cámara registra simplemente, mediante planos fijos y movimientos leves sobre un eje inmutable, los numerosos revolcones y las idas y venidas para encontrarse de sus inexpresivos protagonistas. Y aunque esa estrategia nos procura algunas de las mejores escenas de sexo que hemos visto en mucho tiempo, y crea una peculiar atmósfera de cuento fuera del tiempo y el espacio propia de las verdaderas historias de amor, aplasta también la posibilidad de que el relato profundice en sí mismo, impidiéndonos bucear en el interior de los personajes y reflejarnos en ellos, lo que conduce inevitablemente a la indiferencia y el aburrimiento.
Resulta un tanto irritante la creencia, hoy ya epidémica, de que el cine es tanto más puro y de calidad cuanto más desprecie el drama, lo psicológico, y los infinitos recursos técnicos de que dispone, arguyéndose quizás con razón que se trata de armas gastadas por el uso. Aquí habría que recordar las palabras de Robert Bresson, nada sospechoso de efectista, cuando decía aquello de que ‘el misterio del cine reside en alcanzar la máxima naturalidad recurriendo al máximo artificio’. Y las insuficiencias de la mirada estrecha, depurada hasta la vaciedad, de Ferran quedan en evidencia con su recurso puntual a los intertítulos, las voces en off, la manipulación de la imagen cuando Constance decide viajar para aclarar sus ideas, y en un largo monólogo final de Parkin que explicita todo lo que las imágenes no han sabido sugerirnos hasta entonces.
En ese desenlace, además, se perciben las debilidades de este tipo de revisiones ahistoricistas y narcisistas de la ficción, sumida en un ahora asfixiante, que han ejemplificado otras recientes películas de autor como María Antonieta, Last Days, Un Corazón Invencible o El Romance de Astrea y Celadón. En el descarado egoísmo de Constance, cuyo despertar equivale a un “barra libre porque yo me lo merezco” que arrasa con quien se pone por delante y que en el último minuto llega a exigirlo todo del amante sin ofrecer nada a cambio, se reconoce perfectamente la intencionalidad contemporánea, y no sólo en el terreno del arte, de explotar o ignorar en beneficio de nuestra satisfacción fugaz el pasado, el futuro y a las personas.
No vamos a entrar en consideraciones moralistas al respecto, sino más bien de corte estético: para reivindicar el presente, se basta él a diario. Rendir pleitesía desde la cultura al ahora y pretender que las obras generadas lo trasciendan (pues para eso alguien ha perdido su tiempo como artista en vez de dejar que su vida se expresase a sí misma) es un absurdo y una prostitución de la creación artística; cuyo sentido está precisamente en dotar de lucidez y consuelo a una existencia que carece de ambas cosas, y a la que traemos sin cuidado.