Obra con cierto encanto pero menor, que confirma el discutible momento creativo por el que pasa Paul Auster
Sorprende que, habiéndole costado mucho concretar su segundo proyecto como director en solitario tras Lulu on the Bridge (1998), el escritor Paul Auster haya sido tan poco ambicioso en esta su nueva película, auspiciada modestamente por productoras españolas, portuguesas y francesas.
Esa carencia de ambición no tiene tanto que ver con la evidente pobreza de los aspectos técnicos o el hecho de que sólo aparezcan cuatro actores en pantalla. Se trata más bien de que el guión de La vida interior de Martin Frost apenas sobrepasa la categoría de fábula, y no demasiado elaborada ni sugestiva. Quizás sea cierto que Auster, también hemos podido percibirlo en sus novelas recientes, ya no es el que era.
Aun así, la película ofrece retazos indudables de su buen hacer y sus atractivas obsesiones. Y durante su primera mitad, derivada de un episodio de su novela “El Libro de las Ilusiones” (2002), vuela a gran altura: Martin (David Thewlis) acaba de entregar a su editor una nueva novela y, agotado, se retira a descansar durante un par de semanas en la casa de unos amigos que están de viaje. Su plan de vivir durante unos días “como una piedra” se viene abajo cuando aparece Claire (Irène Jacob), en apariencia otra conocida de los amigos de Martin. El novelista inicia una apasionada relación con ella y, a la vez, siente renacer en sí la creatividad, que le empuja a escribir el que presiente será uno de sus mejores relatos.
Resultan muy emocionantes estos minutos del film, que, como indican el título, las primeras palabras de Martin en off (“la casa estaba vacía”), y el hecho de que esa voz pertenezca en realidad al propio director, son el reflejo de una manera de vivir que es la propia de los escritores, la que Auster ha inmortalizado en su obra. Es decir, existencias en las que es imposible y absurdo distinguir entre lo que es real, lo que es ficción, lo que es soledad y lo que es el amor, pues todo viene a ser un laberinto inabarcable para la mente, para la creación, y ésta un modo de habitar el mundo y de que el mundo habite en nosotros.
Desgraciadamente, una vez la musa, el amor de Martin, desaparece, también la película pierde mucho de su romanticismo y su magia, y empieza a delatar lo simple de su planteamiento. La aparición de la hija de Auster, Sophie, propicia algunos momentos de vergüenza ajena cuando el padre orgulloso nos muestra sin venir a cuento lo bien que recita y canta su hija (Sophie canta en la realidad); y la historia se cierra de forma arbitraria, muy decepcionante, después de haberse alargado con torpeza gracias, entre otras cosas, a unos flash-backs innecesarios.
La excelente interpretación de David Thewlis, últimamente un poco perdido en papeles muy menores, y la bellísima secuencia en la que Martin resucita a Clair a costa de su relato, bastarían para recomendar una película que, aun con unos cuantos defectos, destila un encanto especial que, lástima, no va más allá.