Las tendencias tienen estas cosas: se sabe cuando empiezan, pero no cuando acaban. Desde una posición moderada, o incluso con simpatía por el género, la adaptación de cuentos o libros a superproducciones fantásticas de envergadura ha estado viviendo una intensidad entrañable. Lo bonito de la fantasía, de atender a historias épicas en mundos irreales, el cine como puerta a otros universos mágicos... Pero incluso con esa simpatía de por medio, el atragantamiento que se ha ido formando, los problemas para digerir tanta saturación de estulticia pueril en tan poco tiempo, han dado para reconvertirla en una inicial alergia que ha terminado por ser un odio profundo, una repulsión exaltada, que alcanza en La Brújula Dorada su punto álgido.
Aquí ya no importa la fuente, cómo era el libro, qué hacía o decía, el porqué de su antirreligiosidad o si esta venía o no a cuento: estamos ante un bati burrillo de intenciones e imitaciones que dan para terminar maldiciendo a Peter Jackson y al mismismo Tolkien por el protagonismo que tuvieron en este fenómeno, justo de la misma forma que habría que emparedar a Michael Moore por el alud de documentales bienintencionados, demagógicos y de pacifismo remunerado que inspiró quitando cuota de pantalla a las siestas de La 2. Y eso que hasta hace poco había que agradecerles cosas.
A La Brújula Durada además se le pueden achacar todos los defectos posibles. Una estructura nula, una incapacidad para construir personajes que aquí aparecen y desaparecen de forma paródica, aportando sólo la intención del émulo de glorias pasadas (una bruja, un oso galáctico -o algo-, unos tipos que van en un barco...) y todo con la confusa sensación de no saber si esta gente también está interesada en llevar el anillo a Mordor o si simplemente quieren organizar alguna manifa contra el cambio climático. Porque en algún momento uno se lo pregunta ¿A dónde va toda la tropa? ¿son amigos o enemigos? ¿lo del polvo mágico tiene alguna connotación que se nos escapa? Posiblemente. Puede que las haya variadas en muchos de sus aspectos y que todos esos tipos que se nos presentan precipitadamente ante nuestro lógico desdén se deban a la construcción previa de un libro que nunca leeremos tras semejante representación en la gran pantalla.
Si su única razón de ser es dar a los niños un delirio imaginativo en fechas navideñas también habría que planteárselo: tras dos horas de escenas irrelevantes hipertrofiadas y luchas aceleradas en lo que es una descompensación absoluta en el ritmo plagada de diálogos de frikis fumados, el fundido a negro que llega para salvarnos nos deja con algo parecido a incertidumbre. El más despistado de los espectadores (probablemente el voluntarioso redactor de estas líneas) se preguntará si, a pesar de que es la tónica habitual, no faltará algo imprescindible. Y así es. Al parecer, esta es una de esas cintas mutiladas que con la excusa de la saga nos deja en mitad de ninguna parte y con lo que debería ser el ansia por seguir sabiendo.
Al menos su falta de desenlace constituye una oportunidad para abandonar –tarde- este barco volador que debería estrellarse de forma explosiva para que de él no quedaran ni las huellas de la Kidman (que a buen seguro lo agradecería, mientras el borrado no le llegue a su abultada cuenta corriente). A los demás olvidar no nos costará. El problema es que mañana tendremos otra de brujas, hombres puma y gallifantes luchando por algún cachivache de cuya estabilidad depende la salvación mundial.