La experimentación en el género documental ha llegado a alcanzar un elevado grado de sofisticación a raíz del “qué pasaría o hubiera pasado si...”. En el año 1965 se llegó a premiar con el Oscar al mejor documental la puesta en escena de un ficticio holocausto nuclear de la mano de Peter Watkins en “The War game”. Esta misma fórmula se llevó a cabo con el estreno de la original CSA de Kevin Willmott en la que se revisionaba la historia de los Estados Unidos desde otra óptica (¿y si el Sur hubiera ganado la Guerra de Secesión?). Y en esta tesitura se encuentra el documental estrenado ahora, Muerte de un presidente, que con su premisa ya reflejada en el título, pretende provocar reacciones encontradas y suscitar preguntas acerca de esta impactante sugerencia argumental, al tiempo que disecciona la mentalidad de toda una generación en la Norteamérica de nuestros días.
La cinta incluye imágenes de archivo sobre la conferencia que tuvo lugar en el club económico de Chicago en el que George Bush se explayó a base de chistes y demagogia sin sentido tal y como nos tiene más que acostumbrados. El material se intercala con entrevistas y un elegante acabado de efectos especiales donde se va dando forma a un concienzudo documento de planificación estructural en el que el resultado obliga a tomar partido de manera abierta, profundizando a su vez en los aspectos más perjudiciales del fatal acontecimiento.
Pocos dudan del mérito que supone levantar un proyecto de tal envergadura puesto que el punto de partida contiene ya la suficiente intensidad dramática como para escenificar luego todo un entramado sobre él. No obstante, el desarrollo de la ficción adolece de cierta falta de garra narrativa, quedándose inevitablemente a medio gas ante tanta entrevista agolpada, síntoma que acaba produciendo cansancio en la platea. Por este motivo, no logra su propósito en su totalidad cuando su sustrato hacía presagiar todo contrario. Su director carga las tintas, solo que en un ámbito muy alejado de Michael Moore, verdadero azote mediático de la era Bush, con una propuesta mucho más densa que su colega estadounidense, pasando por alto el enorme potencial de una producción que no acaba de remontar el vuelo.
Así pues, el director Gabriel Range se adentra en un terreno agradecido para un público que no demuestra demasiada simpatía por el presidente de la nación más poderosa del mundo, apostando con ello al caballo ganador. Lástima que el caballo cojee al llegar a la meta.