Sucede en ocasiones que resulta difícil entender tendencias y que uno se encuentra frente a ellas tratando de dilucidar qué diablos vieron en su nuevo objeto de culto o, caso contrario, por qué no se lo rinden a algo que de forma evidente lo merecería.
Lo que sí es frecuente, cuando esto sucede, es que por un lado crítica y público vayan por caminos separados, que por otro a la hora de identificar lo que a unos y a otros gusta o repele se vea una tónica que en el cine, como en otros lugares próximos, resultan más o menos sistematizables.
No es el caso de Mad Max: Furia en la Carretera. Una cinta alabada hasta la catarsis. Un 98% para la crítica en Rotten Tomatoes. Un 92 para sus representantes de la audiencia. Un 8,8 en Imdb, un 89 en Metacritic… y así. Un consenso generalizado que sorprende a quien escribe estas líneas y había prejuzgado que sus dos horas de acción desenfrenada iban a dejar fuera de la película a numerosos espectadores, que alguno de sus excesos iba a saturar hasta al más paciente de los críticos. Que solo poniéndose técnico y apreciando los méritos en ritmo de varios de sus tramos, sus circenses coreografías acrobáticas, algunos iban a defender cuestiones técnica a costa de la historia.
Mad Max: Furia en la Carretera, es para empezar una película que parece cargar con el peso de una marca de la que George Miller quiere librarse a la primera de cambio. La carga icónica parece molestarle tanto que resulta evidente que lo que hizo hace tres décadas no tiene sentido alguno que vuelva a ocuparle tres décadas después, y que si la industria le impone repetirse, pues ese es el signo de los tiempos, convertirá a Max en un títere atado de pies y manos, se deshará (otra vez) de su rasgo más característico antes de que el espectador haya tomado asiento, y elegirá sin disimulo a su nueva protagonista, un nuevo vehículo con el que cruzar los restos de un mundo apocalíptico.
La entrada en escena, aun así, es de una intensidad y ritmo tan prometedoras que apenas cuando todo lo visto sea una repetición de sí mismo y el agotador viaje nos haga suspirar por un cambio de registro (para revolverse en una sobrecarga de lo mismo que ya poco podrá decirnos) será el momento de desertar. Momento que bien podría haber llegado mucho antes, con detalles sorprendentemente aceptados como la reinterpretación de Miller hace de la música en carretera con esa grotesca figura que cada vez que sale te coge de las solapas y con violencia te echa de la sala de cine, haciendo que todos los demás detalles de fealdad grotesca sean identidad de la cinta y formas para recargar su ponzoñoso escenario.
Visto lo visto, se hace más fácil comprender las disculpas de Tom Hardy a Miller por no entender la cinta, la satisfacción de Mel Gibson al asistir a su proyección, el largo tiempo para materializarla… Todo con consciencia de que su director sigue teniendo rasgos únicos que no fueron moderados por el sentido común al entregarse a la saturación; que en cuestiones de ritmo y personalidad mantiene viva parte de lo que le hizo grande en el debut de la saga, pero que también resulta sencillo ponerse nostálgico. Por aquello que hemos dicho varias veces: los originales acaban revelándose mucho más grandes que sus recuperaciones o remedos cuando al reproducirlos solo se confía en una sobrecarga de medios que termina por pervertir su esencia.