Recientemente llegaba a las carteleras el remake de Poltergeist, y sus responsables nos contaban en una entrevista cómo la relectura dada al clásico tres décadas después estaba marcada por la nueva realidad económica. En su planteamiento, por ello, el hecho de que los nuevos propietarios se trasladaran a una casa en las afueras no era el reconocimiento a su éxito vital, sino al contrario. Los fantasmas que acechaban a la familia, no eran sino un acompañamiento más a una coyuntura en la que pagar facturas aparecía como un miedo igual de implacable ante el drama del desempleo.
Esto viene a cuenta de que Jurassic World, sin participar totalmente de la naturaleza de remake Jurassic Park, tiene en cuenta igualmente la realidad de sus espectadores. Una en que si su mundo de bestias genéticas se ha reproducido a pesar del drama narrado en la primera cinta, ha sido únicamente por el interés económico. El mismo que guiará a sus responsables a una mayor subida de listón, al mayor endeudamiento, toda vez que lo que el público demanda es más emoción, mayor respeto a esos monstruos encerrados tras lo que deberían ser infranqueables cristaleras.
En esa forma de explicar la trama de Jurassic World se encuentra pues la propia razón de ser de un producto que solo tiene en la subida de listón y en la acumulación de visceralidad los ingredientes adicionales para una fórmula que en las sucesivas secuelas se mostró agotada tras el estreno de 1993. Chris Pratt como protagonista es tan parte del decorado como ese repertorio de personajes a los que la trama señala como supervivientes frente a los extras que pueden caer en cualquier momento. Los añadidos argumentales, la presencia desquiciada de un ejército de oscuras intenciones, son solo parte de una feria descerebrada en la que no se espera que el espectador juzgue ni una sola de sus decisiones, sino que se parte de la base de que montará en la atracción para padecer con unas criaturas cuyos responsables solo han podido recrear por el momento en formato cinematográfico.
Nada hacía pensar que en el trabajo al guion de Rick Raffa y Amanda Silver (acompañados de Colin Trevorrow y Derek Connolly) encontraríamos algo de sustancia para una película cuyos diálogos se equiparan al rugido de las fieras. Que por momentos acudan a fórmulas de choques de bestias que resultaron mucho más efectivos en la última acometida de Godzilla, nos hace temer qué podrán cocinar con los bichos azules de James Cameron, pues ambos contribuyeron a dar forma a los libretos para la segunda y tercera parte de Avatar. Entonces, igual que ahora, el espectador podrá acomodarse en la butaca, desconectar todo aquello relacionado con las ideas, y limitarse a observar cómo los animales se comen unos a otros. Espectáculo efectivo al más puro estilo cromañón. La evolución es solo una anécdota en lo que al entretenimiento se refiere.