Una película demorada largos años por infinitos problemas de producción, finalmente intrascendente cuando se ha concretado
Resulta imposible, o al menos a nosotros nos lo parece, disfrutar el visionado de esta superproducción realizada por Francis Lawrence (Constantine) y protagonizada por Will Smith sin conocer el clásico literario de 1954 en que se basa, y las dos adaptaciones cinematográficas previas de 1964 y 1971. Habrá quien opine que la película ahora estrenada debería poder bastarse a sí misma y ser analizada sin recurrir a referencias que a muchos espectadores les sonarán prehistóricas. Pero es que como se ignoren los antecedentes del film, a duras penas se alcanzará a comprender, desde su título en adelante, qué demonios quiere contarnos el guión de Akiva Goldsman y Mark Protosevich.
Evidentemente, puede rastrearse en él la línea narrativa maestra de la novela escrita por Richard Matheson, y también se han recuperado algunas ideas de El Último Hombre Vivo, la versión interpretada por Charlton Heston: nos encontramos en el año 2012, y Robert Neville (Smith) parece ser el único neoyorquino inmune a una plaga que tres años atrás aniquiló a la mayor parte de los habitantes de la ciudad, convirtió al resto en mutantes ávidos de carne y sangre humanas, y provocó que Nueva York fuese aislada del resto de los Estados Unidos. Neville, un prestigioso científico militar, busca una cura a la enfermedad, lucha en inferioridad de condiciones contra los monstruos cuasivampíricos que antaño fueron sus vecinos, y sobrelleva su terrible soledad intentando sin éxito contactar con otros supervivientes.
En este último aspecto radica lo más atractivo de Soy Leyenda. Durante largo rato asistimos a un sorprendente, minucioso y contemplativo retrato de la soledad de Neville —su única compañía es una perra— mientras recorre una Manhattan convertida en jungla por la que deambulan ciervos, leones, vampiros y bandadas de aves exóticas; cazadores y presas que en cualquier momento pueden invertir sus papeles. El diseño de producción, el uso expresivo del silencio, la interpretación mesurada de Smith, consiguen sobrecoger el ánimo haciéndonos sentir lo terrible de ese Apocalipsis que el cine fantástico tanto se ha regodeado en mostrarnos, y que en pocas ocasiones ha desvelado su verdadera naturaleza trágica como en Soy Leyenda.
Ahora bien, según van transcurriendo los minutos, empezamos a sospechar que la película tiene poco más que contar, o no está interesada en hacerlo. Que sólo existe en función de Smith como estrella y de los efectos visuales (no tan brillantes como cabría esperar, por cierto). Se echan a faltar elementos clave de la novela de Matheson y, ni son sustituidos por otros, ni se ofrecen nuevas lecturas ni planteamientos subversivos. El archienemigo de Neville en el libro, Ben Cortman, es aquí un macho alfa poco más despierto que las demás criaturas de su especie que acosan al científico. El argumento latente en la reflexión “Soy Leyenda” ha desaparecido. Las explicaciones al por qué se ha llegado a la situación que vive Neville son explicitadas mediante unos torpes insertos de grabaciones televisivas y unos no menos torpes flash backs…
Lo peor está por llegar. Repentinamente, de manera muy forzada a no ser que nos creamos la palabrería pseudo-religiosa que empieza a regar la pantalla, se le aparecen al protagonista otras dos personas, y la película se precipita en un desenlace tan desaliñado, irritantemente aleccionador y postizo que nos retrotrae directamente a la modesta versión rodada en Italia por Vincent Price o a las confusas místicas de M. Night Shyamalan. Un desenlace que, como el de la reciente Invasión, presta a la ficción la consistencia de un mal sueño del que es fácil despertar, pese a que el último plano nos hable bien a las claras de mundos idealizados y murallas frente a la realidad.
Son muchas las interpretaciones que podrían hacerse de esos minutos postreros, referidas sin ir más lejos a esa guerra contra el terror cuyas desastrosas consecuencias quizás ya sólo podría remediar un milagro. Ciñéndonos al cine, no hubiera sido necesaria la intervención del Altísimo ni apelar a presuntos mensajes cifrados en las imágenes. Hubiese bastado con un poco más de rigor en el planteamiento del enésimo remake que no aporta a la leyenda original sino la indigencia intelectual y el exhibicionismo digital propios de nuestra época. Proclamar que Soy Leyenda es una mala película sería exagerado. Pero terminar pensando que es prescindible suena casi peor.