Una película anodina, muestra del conformismo actual de Ridley Scott
Salvo para quienes consideran que ambos deberían colgar de la misma soga, una de las discusiones más frecuentes entre los cinéfilos es la que atañe a los méritos respectivos de los hermanos Ridley y Tony Scott. El mayor de estos directores británicos, Ridley (1937), partió con tanta ventaja gracias a Los Duelistas (1977), Alien (1979) y Blade Runner (1982) que aún está porque su hermano pequeño le alcance. Sin embargo, Tony (1944) ha hilvanado una carrera continuada y en permanente evolución que ha convertido sus últimas películas —El Fuego de la Venganza (2004), Domino (2005), Deja Vu (2006)— en experimentos audiovisuales de innegable afán innovador. En cambio Ridley, tras una profunda crisis creativa que abarcó toda la década de los noventa, logró un inesperado triunfo con Gladiator (2000) que pareció darle confianza para asumir una condición de artesano eficiente: ha rodado en apenas seis años tantas cintas como entre 1987 y el estreno de las aventuras del gladiador Máximo.
Ser tan prolífico está generando como indeseado efecto secundario una drástica merma en lo relativo a las calidades formales de sus films, en su ambición por crear universos estéticos (y quién sabe si morales) en pantalla. Todavía es posible percibir esa cualidad en títulos como Hannibal (2001) y Black Hawk Down (2001), pero las recientes Los Impostores (2003), El Reino de los Cielos (2005) y Un Buen Año (2006) evidencian una esclerosis decorativa y una sumisión a la funcionalidad narrativa que las hace totalmente impersonales.
En American Gangster esa tendencia —que algunos tomarán por asunción redentora de paradigmas clasicistas que antes o después le procurarán un Oscar— se hace tan patente que adjudicarle a Scott un uno por ciento de autoría ya sería restar demasiada importancia a quienes realmente la tienen: el montador Pietro Scalia, el director de fotografía Harris Savides, y los carismáticos Denzel Washington y Russell Crowe (aunque el hecho de que ambos sean estrellas juega también puntualmente en contra del film). Ninguno de los citados puede, en cualquier caso, insuflar el brío que le falta al mediocre guión de Steve Zaillian (La Lista de Schindler, Gangs of New York), pues esa era la responsabilidad de Scott, que ha preferido ejercer como aseado amanuense.
Así, esta larga crónica basada en hechos reales sobre las actividades paralelas en los sesenta y los setenta de Frank Lucas (Washington), un capo de la droga, y Richie Roberts (Crowe), el policía que se empeñará en capturarle, se ve con tanta facilidad como irritación ante su impotencia para calar en ningún momento en los temas que plantea.
Por supuesto, están enunciados algunos aspectos de interés: la dignidad que Lucas cree aportar a su negocio, cuyo funcionamiento (como el color de su piel) pone en evidencia el statu quo socioeconómico en el que empieza a desarrollar sus actividades criminales. La indiferencia general que reina en el ambiente hacia la coetánea Guerra de Vietnam, cuya única repercusión concreta es más bien irónica y sórdida. O la constatación de que los comportamientos delictivos de Lucas le hacen más digno de un lugar en el mundo que la honestidad de Roberts.
Pero profundizar en determinados asuntos e integrarlos con originalidad en un guión no es lo mismo que comentarlos de pasada, como si los propios responsables de la película supieran que nos son familiares; y, ciertamente, ante lo archisabido de lo que se ve, es inevitable remitirse a hitos pasados del género como las dos versiones de Scarface, French Connection (citada elípticamente en el film de Scott), Sérpico, El Príncipe de la Ciudad...
Cierto que American Gangster se encuadra, como Zodiac, Infiltrados o Adiós, Pequeña, Adiós, en una nueva ola no únicamente referencial sino reflexiva respecto a la densa historia del cine criminal, que también nos habla de un malestar soterrado en el tiempo que vivimos como público. Sin embargo hay un largo trecho, por hacer solo una comparación, entre la exhaustiva, subversiva mirada de David Fincher sobre el material con el que trabajaba en Zodiac, y la asepsia no documental sino burocrática con la que Scott ha despachado una película que, nos atrevemos a pronosticar, tendrá más relevancia en el futuro como parte de una renovación genérica que por sus valores intrínsecos.