Con la llegada del verano las neuronas también se van de vacaciones. Solo así es explicable que llegue a nuestra cartelera un nuevo producto como San Andrés, film catastrófico –en el doble sentido– que nos presenta a un aguerrido y musculoso rescatador que tratará de reunir a toda su familia en medio de uno de los peores terremotos conocidos por el hombre a lo largo de la costa oeste norteamericana.
Al contrario que en las películas sobre desastres aéreos, incendios y hundimientos diversos de la década de los 70, el film que aquí nos ocupa renuncia al retrato coral para poner todo su énfasis en un protagonista destacado, en este caso un piloto de helicóptero de rescate a cuyo alrededor se van arremolinando los clichés de este tipo de historias: el de padre divorciado que quiere recuperar el cariño de su hija –y de paso congraciarse con su propia ex mujer–, además de intentar superar el trauma de una muerte que no pudo evitar en su día (y cuyas circunstancias, por supuesto, volverán a reproducirse aquí para darle una segunda oportunidad).
La subtrama donde Paul Giamatti pone algo de intelecto al argumento ofrece cierta variedad respecto al segmento principal de la cinta, pero es imposible sacudirse la impresión de que es un pegote mal insertado. Al fin y al cabo, aquí lo que interesa es que el espectador disfrute viendo cómo todo se destruye, prescindiendo de un trabajo mínimamente convincente de guión: abundan los tópicos, las muertes anunciadas con mucha antelación, los toques patrioteros, las barrabasadas –fíjense en la chica que tiene un accidente brutal en la primera escena, pero aun así sobrevive para seguir dando juego– y las casualidades contra natura. Y, como ya sucediera en aquel otro disparate llamado 2012 (Roland Emmerich), las grietas siempre van dos pasos por detrás de los personajes, amenazando con devorarlos, como si tuvieran personalidad propia.
Inmersos en una oleada de destrucción masiva y continuada, que pocos respiros ofrece, está claro que hay un buen número de espectadores que saldrán satisfechos de un film que busca entretener a golpe de efectos especiales, pero renunciando a dotar de una mínima credibilidad a lo que sucede, o de algo de humanidad a los estereotipos con patas que se mueven por la pantalla. Obviamente mucha gente se siente cómoda cada vez que se pone estas pantuflas, aunque las pobres a estas alturas estén hechas polvo y se caigan a pedazos por exceso de uso.