Álex de la Iglesia se rinde y firma una intriga deudora de la moda actual de códigos, misterios, acertijos y demás zarandajas que, para colmo, es mediocre como simple entretenimiento
Casi todos nacemos ya con las manos arriba. Otros confían en que el patetismo, la abulia o la mediocridad de su carácter conseguirán que la realidad se apiade de ellos. Algunos luchan durante un tiempo, hasta que rinden sus armas por el cansancio y se engañan a sí mismos con aquello de que han “encontrado el equilibrio”, cuando lo que pasa es que les pueden los plazos de la hipoteca. Y una minoría, esos happy few a los que arengaba Enrique V antes de la Batalla de Agincourt —y que, siendo honestos, tienen muy poco de felices—, se empeñan en seguir guerreando para honrar aquello que los demás denigran con su cobardía: la vida. Porque como escribió Oscar Wilde, y en contra de lo que proclama el discurso oficial de suplementos dominicales, radiofórmulas, anuncios de móviles y películas de Gracia Coixet de Almodóvar, “muchos existen, y eso es todo. Vivir es la cosa más rara en el mundo”. Y, como consecuencia, la más preciosa.
Vale exactamente igual para la expresión artística. Tanto más verdadera cuanto menos sometida, y cuanto más comprensiva de la realidad. Incluso de la desagradable, que también es bella si se refleja con honestidad. Las anteriores películas de Álex de la Iglesia eran, por tanto, bellas. Con sus defectos. Con sus errores y excesos, sus intuiciones y sus infantilismos, su violencia y su humor negro. Latía en ellas una persona, con una visión única de las cosas y un espíritu intransferible. Los Crímenes de Oxford en cambio es una película monstruosa. Como son monstruosos El Código Da Vinci y Paris Hilton, Zara y el Carrefour, el Premio Planeta y David Bisbal; excrecencias todas ellas generadas por el cuerpo social con la finalidad de embrutecer, de adormecer la sensibilidad, en nombre de una apariencia de orden, consenso y diversión que difumine esos temores que el arte saca a la luz en toda su terrible belleza, y que simulacros como el que nos ocupa eluden o falsifican para que no se nos atraganten las palomitas. En este sentido, de manera siniestra, Los Crímenes de Oxford materializa las conclusiones más funebres de los debates sobre el caos y el control, la impostura y la verdad, con que nos acribillan el profesor Arthur Seldom (John Hurt) y su alumno aventajado Martin (Elijah Wood) mientras intentan resolver por su cuenta una serie de asesinatos en el entorno universitario de Oxford.
Uno comprende que de la Iglesia se haya rendido, aunque él prefiera decir que “he huido de mí mismo contando una historia, sin dejar de ser yo pero de otra manera”, etc etc. Al fin y al cabo, de sus siete largos previos, únicamente El Día de la Bestia (1995) y La Comunidad (2000) han sido éxitos claros, y con 800 Balas (2003) estuvo a punto de perder hasta la camisa. Pero una cosa es tomarse un respiro y otra —como confirma el anuncio de su próximo proyecto, una adaptación del pulcro cómic de Edgar P. Jacobs 'La Marca Amarilla'— convertirse tras la cámara en el hombre invisible. Hay quien opina que el universo particular del director vasco estaba agotado, que ha hecho bien en arrojar la toalla. Por el contrario: en haber continuado por su vía particular residía la única esperanza de que algún día hubiese armonizado finalmente sus ambiciones con un hilo argumental plenamente satisfactorio. Y, en cualquier caso, declarar muerto y enterrado al de la Iglesia anterior a la invasión de los ultracuerpos cuando hace apenas tres años nos ofrecía (en Crimen Ferpecto) unos primeros cuarenta y cinco minutos absolutamente perfectos a niveles narrativo y crítico, es pecar de mala fe o una manera burda de conducirle al redil. Ese redil al que van entrando inquietantemente Ridley Scott (American Gangster), David Cronenberg (Promesas del Este), Martin Scorsese (Infiltrados), Spike Lee (Plan Oculto) y otros, para enorme satisfacción de clasicistas, productoras, y populacho ávido de validar sus gustos con la doma de grandes nombres venidos a menos.
Ya la promoción de Los Crímenes de Oxford, con un de la Iglesia tan deseoso de agradar y tan pelota con sus actores que costaba creerlo, ha resultado un tanto embarazosa. Y no vale, ya metidos en materia, esgrimir el origen escasamente ilustre de la película: uno de esos best-sellers tan de moda, escrito por el matemático argentino Guillermo Martínez a base de mezclar componentes de intriga a lo británico con signos cabalísticos o lógicos —tanto da— a cada rato, digresiones varias presuntamente eruditas, un par de escenas de cama, y unas cavilaciones existenciales tan confusas, contradictorias y banales como las de cualquier serie televisiva de culto.
Recordemos que con cimientos similares se erigieron El Padrino, Tiburón y El Silencio de los Corderos. Pero el máximo horror de Los Crímenes de Oxford es que su director tampoco ha tenido la ambición de realizar un producto comercial como esos: imaginativo, vibrante, capaz de trascender o reinterpretar aun ligeramente el original literario, y menos todavía de mantener al espectador en vilo. O, si lo ha intentado, su fracaso es clamoroso. Esta es una película en la que, pese a ciertos virtuosismos visuales, guiños al “maestro del suspense” tan sobados como este apodo de Hitchcock, y supuestas calidades interpretativas que tampoco aportan demasiado al conjunto, todo es de una placidez y un conformismo narcotizantes. Se verbalizan demasiadas explicaciones que no ha habido talento para visualizar con las imágenes. Se recurre a numerosos tópicos en cuanto a caracterizaciones y golpes de efecto. Los protagonistas desprenden el carisma de amebas muertas y el ritmo tartamudea...
A todo ello hay que sumar al menos dos secuencias tan mal resueltas —una, la llegada coincidente de Seldom y su alumno al restaurante y la posterior cena con Lorna (Leonor Watling); otra, el concierto amenizado con fuegos artificiales— que la sombra de lo paródico hace acto de presencia, y se alarga considerablemente en todo lo referido al personaje encarnado por la citada Watling; tan superfluo como casi todos los que ha interpretado hasta la fecha aunque, eso sí, ofrezca generosos síntomas de que en breve tendrá un serio problema de gravedad mamaria.
Así las cosas, salvo por el oficio de John Hurt y Julie Cox, los minutos iniciales, y la verborrea a cuenta de Wittgenstein o Pitágoras, Los Crímenes de Oxford es una película que de no venir firmada por Álex de la Iglesia la hubiésemos achacado a cualquier funcionario poco diligente de la realización… si es que nos hubiese apetecido siquiera verla.
Es lo que tiene rendirse. Perdón, madurar y adaptarse.