¡Qué divertido es el Apocalipsis!

Para impacientes, el halago principal que uno le dispensará a esta producción de J.J. Abrams escrita y realizada por dos de sus colaboradores en las series Felicity, Alias y Perdidos, el halago que justifica en buena parte nuestra calificación de notable, será inmediato y no requerirá de un manual de instrucciones: vista en una sala de proyección habilitada para la prensa en la novena planta de un rascacielos de Madrid, apenas terminada este crítico corrió a asomarse a los ventanales del edificio para comprobar si el Paseo de la Castellana seguía en pie.

Por tanto, al menos para nosotros, la eficacia de esta película-sobre-monstruo-que-arrasa-gran-ciudad como entretenimiento visceral, como atracción de feria basada en principios intemporales de probada eficacia actualizados formalmente a estos tiempos de YouTube, cámaras en el móvil y ‘vida en directo’, es absoluta. Hacía tiempo que no se nos ofrecía una propuesta que arriesgase con similar desparpajo en torno al sobado concepto de la suspensión de la incredulidad, teniendo en cuenta además que su punto de partida es tan simple, casi bobo, que a su lado REC resulta sofisticada. Así, la apuesta (ganadora) residía en jugárselo todo al shock de los continuos golpes de efecto, y a la verosimilitud de los hechos tal y como los retrata, con una videocámara prestada, uno de los cinco jóvenes que celebran una fiesta y que se verán atrapados en la isla de Manhattan a merced de una enorme criatura lovecraftiana surgida de la nada (nos limitaremos a apuntar que la cualidad primordial, abstracta del monstruo es un detalle crucial).

De la creatividad desprejuiciada y rocambolesca de Abrams ya habían dado fe Alias, Perdidos, y su ópera prima como cineasta, Mission: Impossible III. No sabe uno si es suficiente bagaje como para considerarle ya, como hacen sus seguidores, un genio, pero desde luego sí para reconocerle como el último eslabón de una larga estirpe de artistas folletinescos y manipuladores que nació en la primera mitad del siglo XIX con la popularización de la prensa —donde se publicaban por entregas los grandes relatos de Charles Dickens de manera no muy diferente a como se emiten hoy por televisión Los Soprano o 24—, y que abarcaría en ese y otros medios de masas posteriores al citado Dickens, Edgar Allan Poe, Louis Feuillade, Alfred Hitchcock o Steven Spielberg. Cuando en su biografía de Poe habla Georges Walter de la publicación seriada en el Southern Literary Messenger de la ‘Narración de Arthur Gordon Pym’, la recepción entusiasta de los lectores que describe nos recuerda a la que manifiestan los admiradores de Abrams, y es perfectamente aplicable a Monstruoso: “qué más da que un manuscrito sea hallado en una botella o en un armario, siempre que nos sea ofrecido […] no había modo más propio de añadir una falsa verdad sobre otra para hipnotizar a los aficionados, que no pedían sino sumergirse en el ensueño […] lo que él llamaba verdad era la más evidente e incluso la más extravagante ficción. Ilusionismo de precisión […] algunos críticos supieron describir el placer que les había supuesto la aventura porque era increíble y porque no les importaba que fuera de Pym o de Poe”.

Eso sí, Abrams, el director Matt Reeves y el guionista Drew Goddard cuentan a su favor con armas que Poe no habría podido imaginar ni en el peor de sus delírium trémens, y que hoy por hoy son parte indisoluble de las expectativas y el efecto sobre el público de determinadas ficciones: trailers misteriosos, internet, marketing viral, trifulcas entre frikis… hasta la realidad más atroz es susceptible de servir de inspiración a la hora de entretener, en un acto de atrevimiento desconcertante que le ha costado a la película algún rapapolvo en Estados Unidos. Y es que si tradicionalmente el género fantástico se había constituido en espejo metafórico de una realidad constreñida o inabordable (recuérdese sin ir más lejos el caso Godzilla, referente obvio de Monstruoso), en el siglo XXI un suceso real tan traumático como los atentados del 11-S proporciona a una película como ésta buena parte de su efectividad escenográfica y atmosférica, lo que debería propiciar una reflexión sobre el grado de banalidad espectacular, morbosa y voyeurística a que se está reduciendo nuestra relación con las imágenes. Monstruoso no se atreve a decir nada expreso al respecto, pero un plano como el de los viandantes sacando fotos con sus móviles a la cabeza de la Estatua de la Libertad que acaba de aterrizar en mitad de la calle, es más ilustrativo que veinte artículos de Cahiers du Cinema.

Este hiperrealismo obsceno de la película —algo incoherente en lo que respecta a la fotografía—, así como su ansia por generar en el espectador sensación de inmediatez, de urgencia, da lugar a ciertos problemas, como el nulo espesor dramático de los personajes (un hatajo de niñatos que certifican la decadencia de Occidente) y lo burdo de sus motivaciones; o lo tosco de la puesta en escena, no ya respecto a la mucho más sugerente El Proyecto de la Bruja de Blair sino a The Host o La Guerra de los Mundos (basta comparar cómo resolvía Steven Spielberg en aquel film el ataque nocturno de los alienígenas al transbordador, con la poco imaginativa plasmación de un suceso similar en el Puente de Brooklyn por parte de Matt Reeves). Pero puede estimarse el precio a pagar si lo que se buscaba era embarcar al espectador en una montaña rusa de trazado diabólico y curvas con más calado, se pretendiese o no, de lo que parece.