A sus 61 años de edad, Sylvester Stallone dirige y protagoniza John Rambo, última entrega del ex boina verde que llega veinticinco años después de su debut en la gran pantalla (Acorralado, Ted Kotcheff), y veinte desde su tercera y última entrega (Rambo III, Peter MacDonald). Favorecido por el éxito cosechado por el último Rocky (2006), final de su otra gran franquicia, Stallone ha decidido dar por culminada también la serie del veterano de la Guerra de Vietnam olvidado y marginado en su propio país, que se ha convertido con el paso de los años en un icono de la historia del cine.
El comienzo de John Rambo, ambientada en el contexto de la guerra civil birmana, es toda una declaración de intenciones por parte de su director. Unas impactantes y violentas imágenes de televisión son el prefacio (llámese justificación) del baño de sangre y salvajismo en el que se mueve toda la cinta: cabezas que explotan, cuerpos mutilados, miembros amputados, cráneos y cuerpos atravesados por flechas, violaciones, infanticidios, etcétera. Todo ello mostrado de una forma directa y explícita, decisión que podría contemplarse como espectáculo si nos situamos en un contexto de cine gore (pseudogore mejor dicho), o como muestra de honestidad o realismo si hacemos caso a las palabras con las que el propio Stallone justifica su producto: “mi película es violenta porque la guerra es violenta y el mundo es violento”. Algo que a pesar de su lógica no logra hacer olvidar que estamos en el marco del cine-espectáculo y que, por muchas motivaciones o pretensiones éticas que su director albergue, va a seguir siendo lo que es, espectáculo, utilizando para ello todos los recursos y efectos a su alcance.
Por tanto, nos encontramos ante un film ambiguo, a medio camino entre el show y el realismo, que hace de esta naturaleza precisamente una de sus mejores bazas, porque resulta difícil permanecer indiferente ante el nuevo giro que se ha querido dar a su personaje.
Al margen de este cambio, el tratamiento del resto es bastante arquetípico, especialmente en lo que se refiere al grupo de ingenuos misioneros católicos cuyas interpretaciones están totalmente fuera de lugar, siendo su presencia un relleno donde se agradece la belleza de la actriz Julie Benz, al margen de sus dotes interpretativas.
Con todo no es fácil saber cuál era el objetivo -al margen de la taquilla- a la hora de despedirse del personaje. Su responsable afirma que otorgarle un aura de honestidad y realismo, aunque suena pretencioso en el seno de una saga que tras su primera película se ha caracterizado por el puro espectáculo. El resultado queda a medio camino entre la reflexión sobre la violencia del mundo en que vivimos y el espectáculo violento y pseudogore, palomitas y refrescos mediante.