Parece sorprendente que, a día de hoy, el western siga vivo y dando señales de buena salud. Mucho ha llovido desde la reinterpretación del género que Clint Eastwood llevó a cabo en Sin perdón (1992), y cualquiera podría asegurar que la tendencia de tono crepuscular que inauguró el veterano cineasta ya hace tiempo que perdió fuelle, pese a destellos aislados como el que supuso Valor de ley (Joel y Ethan Coen, 2010). Pues bien, cintas como la que aquí nos ocupa o la muy reciente Slow west (del británico John Maclean) vienen a demostrar lo contrario. Por cierto, es curioso darse cuenta de que ambos filmes se hayan estrenado con un año de retraso respecto a sus respectivos países de origen.
Deuda de honor supone el regreso a la dirección de Tommy Lee Jones –diez años después de Los tres entierros de Melquíades Estrada–, que de nuevo cuenta consigo mismo para interpretar al personaje masculino principal, ayudante de una Hilary Swank que transporta a tres mujeres trastornadas a una institución psiquiátrica bastante alejada de su lugar de residencia, atravesando peligrosas zonas desoladas del oeste norteamericano. A modo de road movie, asistimos a diferentes episodios que vuelven a recalcar la idea de que esa área del mundo no era precisamente el lugar más seguro.
No estamos ante una película cómoda, qué duda cabe. La presentación de la locura del trío de mujeres nos remite a David Lynch, jugando a la incertidumbre hasta que paulatinamente nos vamos dando cuenta de cuál va a ser el motor de la trama. Eso sí, habrá quien encuentre excesivo el tiempo –cincuenta minutos aproximadamente– que se toma Jones para decidirse a arrancar definitivamente dicho ingenio y poner a sus personajes en marcha. Todo lo contrario de la mentada Slow west, donde todo iba más al grano; algo que se notaba (y se agradecía) en su reducido minutaje.
De cierto corte feminista, y tocando un tema tan esquivo como el de la locura en el contexto de los indios y los vaqueros, lo atípico de la cinta sigue presente en algunos giros totalmente inesperados aquí y allá –más allá de la presencia, en pequeños roles, de actores como James Spader o Meryl Streep–, que desembocan en un tramo final realmente curioso aunque desigual, que deja un regusto poco habitual en el espectador. De todos modos, todo lo presenciado con anterioridad, acentuado por la sobria ambientación, lo pausado de su ritmo, la música, la desolación –espiritual y física– y ese juego que se establece para darle una vuelta a las claves del género, son motivos más que suficientes para recomendar su visionado.