No se puede negar que Ocho apellidos vascos fue todo un bombazo que reactivó la carrera de Emilio Martínez-Lázaro –que con El otro lado de la cama (2002) ya había tenido un importante reconocimiento por parte del público– y logró, sobre todo, que algunos recobraran la fe respecto a las posibilidades recaudatorias de la comedia española en la taquilla, batiendo casi todos los récords habidos y por haber. En cuanto a los resultados artísticos, digamos que se trataba de una historia medianamente entretenida que ganaba enteros gracias a buena parte de sus actores, aunque sus defectos evitaban que se pudiera convertir en una cinta memorable... hasta que arrasó en los cines, y ahí se desvanecieron la gran mayoría de consideraciones adicionales y el film se ganó su lugar en la historia del cine patrio.
Ocho apellidos catalanes llega a los cines año y medio después de su predecesora, y sus fotogramas traspiran cierta premura por parte de sus responsables para intentar replicar el éxito monetario que supuso aquella. Ese detalle, que se materializa básicamente en la falta de mayor reposo de ciertas ideas, unido a la pérdida del factor sorpresa (o novedoso a secas) de la primera entrega, suponen dos torpedos que apuntan a la línea de flotación de la nueva obra de Martínez-Lázaro, y que abren una brecha importante en su casco.
No se puede negar que, al igual que en la trama vasca, hay ciertas líneas de guion que mueven a la risa, y que las interpretaciones cumplen con lo esperado –aunque de nuevo Clara Lago no pinte mucho en la función, ni en el argumento ni por sus dotes actorales–, dependiendo del apego que les tengamos a los actores el grado de hilaridad que se consiga finalmente (“Es mala pero te ríes”, aseguraba una señora mayor en la proyección a la que asistí). Sin embargo, la sensación predominante es la de producto recalentado, que trata a la desesperada de sacar el máximo provecho de una película resultona que en su día cayó en gracia por váyase usted a saber qué circunstancias, y de la que todavía se confía en obtener buenos réditos.
Respecto a la historia, de nuevo tenemos lo mismo que ya conocíamos, pero esta vez siendo todo mucho más previsible y monótono, con menos chispa e inspiración. Borja Cobeaga y Diego San José no sintonizan tan bien con los tópicos catalanes como lo hicieran en su día con los de su propia comunidad autónoma, y en general nos sentimos incómodos todo el rato –¿recuerdan la aparición de Los Del Río al final de la otra película? Pues prolonguen esa sensación aquí–, presenciando una cinta cuya máxima aspiración es salir a empatar el encuentro, y que lógicamente termina perdiendo por falta de ambición y de inspiración. Y lo peor es que al final es el espectador el que siente que ha sido derrotado; y por goleada.