Contra el vicio de la industria cinematográfica de adaptar al cine todo lo que huela a relato, los espectadores tenemos la virtud de negarnos a visionar el producto resultante, sobre todo cuando desde el mismo inicio somos conscientes del salto al vacío y la dificultad intrínseca que entrañan ciertas iniciativas. Si nos devanamos los sesos durante eternas y estériles discusiones acerca de tal o cual adaptación al séptimo arte, a elegir entre las innumerables novelas que un día se convirtieron y se siguen convirtiendo en material ficcionable en la gran pantalla (sólo para acabar usando el recurso fácil, la muletilla aquella de El libro está mejor, claro), qué duda cabe que lo mismo deberíamos hacer con los productos provenientes de otro arte, el noveno, ese que aúna imágenes y palabras enclaustradas en viñetas y bocadillos, respectivamente.
O quizá no. Ante películas tan malas como la que nos ocupa en esta crítica sólo cabe el espanto. Tras Asterix y Obelix contra César (1999) y Asterix y Obelix: Misión Cleopatra (2002), la degeneración lógica de la que suelen adolecer las sagas fílmicas cae definitivamente con todo su peso sobre una cinta que de haberse pergeñado en nuestro país a buen seguro habría provocado manifestaciones ciudadanas masivas frente a las distintas sedes del Ministerio de Cultura, por atreverse a subvencionar un producto que en aquellas épocas doradas de los videoclubs sólo habríamos podido encontrar en el rincón más oculto (la sección porno no cuenta, ojo), y permanentemente disponible.
La historia tiene su origen en los amoríos del galo Alafolix con una princesa griega (Vanessa Hessler, cuya belleza acaba resultando lo único salvable de la función). Pero como a Brutus, hijo de César, también le hace tilín la moza, todo ello acabará provocando que a la mentada helena se la rifen en los Juegos Olímpicos, quedando como premio para el ganador de los mismos. Y para allá acudirán Astérix y Obelix con todos los habitantes de su aldea, básicamente para ser meras comparsas en su propia película, ya que casi se pueden contar con los dedos de las manos los minutos en que la pareja atesora el protagonismo.
A partir de ahí todo vale. Los actores hacen un despliegue de talento que debería ser recompensado con una deportación exprés a Siberia, porque no se libra nadie: ni Alain Delon, ni Santiago Segura, ni el nuevo Asterix (Clovis Cornillac). Mención especial para Benoit Poolelvoorde (Brutus), que consigue situarse entre los personajes más odiosos del cine reciente. Los efectos especiales nos remiten a la última entrega de Mortadelo y Filemón, con la cual tiene muchos puntos en común (y no es un cumplido, por supuesto). Se incluyen bromas chuscas a propósito de Star wars o el EPO –en un país donde el Tour ha sufrido diversos varapalos por culpa de este último– y cancioncillas absolutamente horrendas. Para acabar de redondear la sensación de vergüenza ajena hay cameos a mayor gloria de Michael Schumacher y Zinedine Zidane, entre otros, que vienen metidos con calzador. Ah, y además el suplicio dura casi dos horas.
Resumiendo: si ya cuesta hacer que la lógica de un tebeo de estas características halle su lugar en la gran pantalla, cuando no se hace ningún esfuerzo por crear algo digno de verse es normal que obtengamos como resultado esta aberración hecha celuloide.